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Del grito al ruido

La ciudad ha perdido sus pregones más castizos y los ha sustituido por la imprecación y el estruendo

¡Clinc-clonc! ¡Clinc-clonc! ¡Clinc-clonc! El del butano golpea con furia la bombona vacía.-¡Súbame una! Al tercero derecha.

¡Cataclás! ¡Clin, clin, clin! La caja de plástico golpea el asfalto. Repican los botellines como campanas. Del bar cercano sale un hombre con un mandilillo azul.

-¡Pepe! Déjame tres de cerveza y una de gaseosas.

-¡Vale!

Cuenta con admiración el barón Davillier en el viaje que hizo a España con Gustavo Doré la variedad de gritos que los vendedores ambulantes daban por las calles de Madrid. Desde el que vendía "agua de la Fuent'el Berro", que, según decía, era la mejor, hasta la del vendedor de "miel de l"Alcarria, de l'Alcarria miel". Y Ramón Gómez de la Serna escribía para la edición de una colección de grabados de 1800 sobre Los gritos de Madrid: "El pregón de hoy, ¿lo aceptará el porvenir? ¿Será viable? ¿Tendrá posteridad? Sería triste que esos pregones, que si persisten harán como que continúen en la vida nuestros oídos, desaparezcan o se desvanezcan como nunca dichos".

Triste ha sido. Porque ya el propio Ramón Gómez de la Serna reconocía que muchos de los pregones recogidos en los grabados habían desaparecido cuando él escribió el prólogo, más de cien años después. Es verdad que quedaban algunos: el del afilador, el del mielero, el del vendedor de grillos -"¡El canario de verano!"-, el de las vendedoras de agua -"¡Agua fresca, fresquita. Fresquita el agua!"-. Y pocos más. Todavía al filo de los sesenta podía verse en la plaza Mayor a unas mujeres con un delantal inmaculado que portaban unos botijos rezumando agua fresca: "A diez céntimos, a diez céntimos".

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Hoy prácticamente han desaparecido todos. Sólo, de vez en cuando, se oye, lejano y triste, el silbido del afilador. O, acaso, la voz del chatarrero. Pero ahora, con la voz grabada en un casete y supliendo la fuerza de los pulmones con los vatios de un altavoz instalado en el techo de la furgoneta. Ahora, incluso en mercados de barrio tristes y apagados es el hilo musical lo que llena el aire. La mayoría de los puestos están cerrados. Y las bolsas de hule, a rombos marrones y grises, han sido sustituidas por el carrito del supermercado. Y hay casi como un ambiente religioso. Se habla en voz baja, sin gritos. Cuatro jubiladas, acompañadas por el marido que se aburre y mira todo con aire ausente.

-Dame dos filetitos de pollo, hijo.

-¿Algo más? Pues, hala, reina, hasta mañana.

Todo dicho sea con voz suave. Al fondo de un pasillo, un puesto permanece abierto en la soledad de los cierres metálicos bajados. El hombre grita:

-¡Vaya mañana! Cuando queráis, podéis venir, hermosas. Pero no va nadie. ¿Quién va a ir? El Chaval de la Peca canta lo del truhán y el señor. Y en la puerta, una mujer sentada en una sillita recupera uno de los gritos de Madrid, casi como un telegrama y para entendidos:

-Lotería. Para el sábado. El 13 y el 15. Llevo el gordo. Duran poco los gritos. Aparecen y desaparecen. Todavía alguien recuerda aquel de "¡Goleada, ha salido Goleada!", que llenaba los pasillos del metro, cuando uno volvía cansado y solo a casa. Ahora la tele informa en vivo y en directo. Y en colores.

En el paso de cebra, un automóvil pasa rozando a un muchacho con chupa de cuero.

-¡Joputa!

-¡Mamonazo! Son, hoy, los gritos de Madrid. Ramón Gómez de la Serna debe removerse en su tumba. Seguro.

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