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Sobre la idea de cambio JOSEP RAMONEDA

Josep Ramoneda

Los dos principales protagonistas de la transición en Cataluña se enfrentan a unas elecciones con argumento: continuidad o cambio. Un guión simple, actores conocidos, un desenlace más o menos incierto, cabe pensar que se dan las condiciones para que la película tenga éxito. Sin embargo, estamos en tiempos en que la política no arrastra a las masas y los propios políticos son muy reticentes a la hora de movilizarlas. ¿El eslogan socialista del cambio es suficiente para que algo se mueva? Que Pujol representa la continuidad es obvio. Después de 19 años de gobierno no se va a cambiar en una legislatura una política, unos modos y una trama de intereses que han ido tejiendo a lo largo y ancho del país una extensa subsociedad que se ha acabado creyendo que era la Cataluña auténtica (la depositaria de la identidad) y que, a veces, parece actuar como un grupo de accionistas sindicados dentro de una sociedad anónima. El nacionalismo es, por definición, continuista: quien pierde los orígenes pierde identidad. La confianza de Pujol en su reelección se apoya en que "Cataluña va bien" y lo que va bien no es necesario cambiarlo. Los socialistas oponen el cambio a la cristalizada realidad pujolista. ¿Qué es el cambio? La idea de cambio merece siempre el prejuicio favorable de la izquierda, porque está muy enraizada en su ideario. No en vano la izquierda nació para cambiar el capitalismo por un sistema más justo y equitativo. Pero este sueño duerme en el limbo de los fracasos y hace mucho tiempo que la izquierda no se acuerda de estas intenciones. Queda, sin embargo, la melancolía. Los políticos de izquierdas piensan que sólo poniendo por los altavoces la música del cambio la gente ya se acelera, quizá por un íntimo efecto de simpatía por lo que no fue ni será. Alguna magia tiene la palabra cambio cuando la derecha pugna por hacerse con ella. Teófila Martínez, emulando a la señora Tatcher, ha ido más lejos y ha propuesto la revolución a los andaluces si gana las próximas elecciones. Pero no basta con el glamour de las palabras. ¿Cambiar, qué? Uno de los eslóganes de los socialistas promete cambiar Cataluña. Lo tendrán que explicar muy bien. No es una aspiración tan sentida por los catalanes como para que el solo hecho de anunciarla les haga enfilar hacia las urnas. Una lectura atenta de cualquier encuesta de opinión solvente explica que el grado de satisfacción de la ciudadanía con la situación de Cataluña es alto. Sólo dibujando muy bien el paisaje del cambio se puede convencer a un país tan conservador como éste de que merece la pena correr el riesgo. "Més val boig conegut que savi per conèixer", dice el inmovilismo de refranero. Otra cosa muy distinta es acotar la idea de cambio a un relevo en las personas y a la introducción de un nuevo estilo de gobierno. Probablemente hay en Cataluña mucha más gente dispuesta a cambiar el Gobierno que a cambiar el país. Los gobernantes cansan. El estilo de Pujol abruma. Pujol practica una mezcla de mesianismo y pragmatismo sin complejos, nada original, por otra parte, porque los políticos mesiánicos consideran que todo lo que mejora su proyecto es bueno porque nadie más que ellos sabe qué conviene al país. Es este estilo lo que más fatiga, pero para romper con él no basta con oponerle un rostro más dubitativo, menos portador de verdades patrióticas. Y no basta siquiera el recordatorio de uno de los procesos que más energías movilizaron y que más eficazmente han puesto a Cataluña en el mundo: la aventura olímpica. Dice un amigo que el problema de Maragall es que mientras que Pujol trabaja para 2,5 millones de catalanes que no leen los periódicos y Felipe González para otros 2,5 millones de catalanes que tampoco leen los periódicos, él trabaja para los 500.000 catalanes que sí los leen. Para un buen número de éstos es posible que el cambio de personas y de estilo sea ya una recompensa suficiente. Pero el peligro de la campaña de Maragall es que su mensaje se quede ahí. Porque del mismo modo que la simple idea de cambio ya no es lo que era, en una sociedad en que la gente ve pasar la aceleración tecnológica sin saber si es el cambio soñado o la pérdida de pie definitiva, el cambio de Gobierno requiere una explicación. El peligro de las campañas modernas es que si el eslogan cuaja lo demás es superfluo, pero si no cuaja es muy difícil completar eficazmente el mensaje. Simplificar tiene un punto débil: a base de no querer decir nada, se entiende todo. El miedo a decir demasiado deja, a veces, los mensajes en una peligrosa tierra de nadie. La condición de aspirante no es la misma que la de titular. El titular debe evitar cometer errores, en el caso del aspirante es mejor hablar demasiado que callar en exceso. En la política posmoderna las campañas no pueden delegarse. Aunque el trabajo de los partidos es fundamental para llegar a donde no llega el candidato. En este momento, el aparato nacionalista está mucho más movilizado que los diversos aparatos del candidato socialista. Los programas puede que tengan respuestas para todo. Pero los ciudadanos no votan por unos programas que no leen, sino por lo que se les explica. Puesto que la idea de cambio no está instalada en la sociedad catalana -hay más cansancio que voluntad de cambio-, es necesario explicar activamente por qué el Gobierno actual está gastado y qué cambiaría en educación (un problema que no hace más que empeorar), en organización territorial (el centralismo de la Generalitat sustituye el natural sistema de ciudades por un espacio urbano difuso en todo el territorio), en la cuestión de las drogas (tan patente en algunos grupos de edad), en vivienda (que también es un factor de retraso de la emancipación), en sanidad, en justicia, en todos los temas que afectan directamente a la ciudadanía. El resultado de las elecciones depende de que las respuestas a estas cuestiones se puedan sintetizar en un cambio con perfil. Da vergüenza repetir lo obvio, pero las cifras no engañan: el único cambio posible en Cataluña es llevar a votar a las autonómicas a los votantes de las generales que se quedan en casa. Y los datos demuestran que ni la promesa de que se va a cambiar ni el anuncio de que la victoria de la izquierda es posible son, de momento, suficientes para arrastrarles. Quieren algún cariño más. Si estos electores no se mueven, la continuidad está asegurada. Porque el cambio también tiene sus actores sociales y no puede ser ajeno a ellos.

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