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El derecho de intervención

PEDRO UGARTE Habida cuenta de que ya no hay modo de curar a todos los asesinados en las últimas masacres del planeta (Bosnia, Ruanda, Kosovo, Timor), el secretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan, ha decidido curarse en salud: recientemente ha pedido la regulación de un "derecho de intervención" que permita a la comunidad internacional acudir con fuerzas armadas a cualquier punto del planeta donde un dictador, una etnia o un Estado decidan aniquilar impunemente a sus débiles vecinos. Nunca es tarde si la dicha es buena, incluso aunque la dicha ya no pueda alcanzar a decenas de miles de cadáveres. Si el Derecho se mueve a paso de tortuga, el Derecho internacional se mueve a la velocidad de un vegetal en crecimiento, pero hay que saludar la posibilidad de garantizar definitivamente el derecho de los pueblos y de los seres humanos a no ser laminados por sus belicosos vecinos. Lentamente se ha ido gestando esta idea, inédita hasta ahora en el arbitrario campo de las relaciones internacionales. Hasta hace poco tiempo, la sacrosanta inviolabilidad jurídica y política de los estados impedía que nada condicionara lo que ocurría en el seno de sus íntimas fronteras. Los genocidios y las deportaciones se sucedían de un extremo a otro del planeta y, por mucho que la prensa se hiciera eco de esas maniobras, los cancilleres se agarraban a la "no injerencia en asuntos de otro Estado" para lavarse las manos con exhibicionismo propio de un Pilatos. No interferir en los asuntos de otro Estado, el principio de "aquí paz y después gloria", era esgrimido con frecuencia, y con una tranquilidad que hoy avergonzaría a sus defensores. La progresiva conciencia del planeta como un pequeño patio de vecinos, y la decisiva eficacia de los medios de comunicación para informar puntualmente de las atrocidades que puedan cometerse en una isleta del Pacífico o en el valle más intrincado del Himalaya tienen mucho que ver en este profundo cambio. Hoy día es imposible aplicar ese otro elaboradísimo principio del Derecho internacional ("ojos que no ven, corazón que no siente") si uno tiene en casa un periódico, una radio o una televisión. Es difícil esgrimir la no injererencia en los asuntos de un Estado si el asunto en cuestión afecta a la vida de miles de seres humanos. Este imperativo moral, cada vez más extendido, puede condicionar en el futuro la inviolabilidad que los Estados siempre reclaman para sí mismos. Afortunadamente, la soberanía estatal lleva camino de verse seriamente limitada por la comunidad internacional, una comunidad (es de esperar que comandada por una ONU imparcial) que se movilice inmediatamente cada vez que la razón de Estado se transforme en carta blanca para el asesinato en masa. El ejemplo de Timor Oriental es especialmente significativo a ese respecto: desde una perspectiva pesimista, resulta obvio que se ha reaccionado tarde, pero desde una perspectiva optimista no deja de haber datos esperanzadores. Indonesia es el cuarto país en población de todo el planeta, un país, por otra parte, donde las fuerzas armadas siempre han tenido un peso decisivo. Ni siquiera una potencia regional de ese calibre, ni siquiera una cultura oriental tan alejada de los tradicionales sentimientos autoinculpatorios de Occidente, ha podido resistir los argumentos de todo un clamor mundial. Ya no se trata de detener una guerra entre bandoleros como pudo ser la de Somalia, sino de neutralizar a todo un Estado de dimensiones respetables. Parece una buena razón para no ser del todo pesimista. Muy probablemente sea China el único Estado que aún se siente libre de esa gran conjura internacional contra la violación sistemática de los derechos humanos. Y quizás sea también China, hoy, mañana, quizás dentro de diez años, el lugar donde ese derecho de intervención que reclama Kofi Annan certifique su eficacia o donde, una vez más, se revele como una bienintencionada broma de la política mundial.

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