Un hombre derrotado
EL AÑO de detención de Pinochet en Londres no habrá pasado en balde. Cualquiera que sea la decisión del tribunal inglés tras la vista que se abre mañana sobre la demanda de extradición a España, lo ocurrido marca un hito en la lucha contra la impunidad de los crímenes contra la humanidad. Se conceda o no la extradición, e incluso si, en caso afirmativo, el ministro del Interior británico decidiera, como sugiere el canciller chileno, hacer uso de su potestad y liberarlo por razones humanitarias, Augusto Pinochet es un hombre derrotado.Esa derrota no es una victoria de la venganza, sino de la justicia. El principio de justicia universal, que permite perseguir a los autores de delitos contra la humanidad cometidos en otro país, ha tomado carta de naturaleza, y será difícil la vuelta atrás. Eso es lo fundamental, al margen de cuál sea el desenlace inmediato. Pero sería ingenuo ignorar que la causa de los derechos humanos avanza a veces de forma contradictoria. La iniciativa del juez Garzón ha incidido en el proceso de transición democrática de Chile. En primer lugar, poniendo de relieve que ese proceso era incompleto. Es posible que la derrota moral de Pinochet permita superar ahora las hipotecas impuestas por el Ejército; pero no es seguro.
De momento, ha fomentado un primer intento de diálogo entre los militares y los abogados de los desaparecidos durante los años de la horrenda dictadura y la apertura de procesos contra algunos mandos de la época. Su efecto en la campaña electoral para las presidenciales de diciembre, en las que el socialista Ricardo Lagos, candidato del centro-izquierda, partía como favorito, es incierto. La polarización producida en la sociedad puede favorecer, paradójicamente, a los sectores que reivindican la herencia del general.
Otro efecto paradójico es que la situación ha afectado negativamente a las relaciones entre España y Chile, con consecuencias incluso en el conjunto de América Latina. Es sorprendente que Gobiernos como el argentino, entre otros, se hayan sumado a una interpretación del caso en clave de defensa de la soberanía frente a la injerencia exterior. El Gobierno español no ha sido capaz de contrarrestar esa idea, absurda en un caso como éste. Desde luego, la gestión de la situación creada por la demanda del juez Gazón era delicada para cualquier Gobierno. Entre la razón de Estado y la independencia judicial no había duda, en teoría. Pero al Gobierno de la derecha española se le notaba demasiado que, por una parte, era contrario a la involucración de España en el asunto, y por otra, temía ser acusado de complicidad con el dictador.
Felipe González, por ejemplo, ha disentido claramente de la opinión de su partido, pero, con independencia de la opinión que merezcan sus discutibles argumentos, nadie podría reprocharle haber sido condescendiente con Pinochet cuando el general mandaba. El Gobierno del PP, partido heredero de la vieja AP, no podía tener esa seguridad. El resultado ha sido típico del estilo Aznar: defendía con énfasis su respeto a la independencia del poder judicial, pero al mismo tiempo utilizaba la Fiscalía contra el juez, pese a que por dos veces, la última el viernes, la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional respaldara la actuación de Garzón.
El Gobierno español no ha sabido convencer al chileno de que no tenía verdaderamente margen de maniobra. Quizá porque, temiendo ver cuestionada la credibilidad de su viaje al centro, no ha osado utilizar el poco de que disponía. Los propios chilenos han revelado que el argumento de Aznar ha sido que la oposición cerrada de los socialistas hacía imposible cualquier salida diferente a la de dejar actuar a los jueces. En cualquier caso, el Gobierno, pese a que se lo sugirió a la parte chilena, no dio el paso de consultar al Consejo de Estado sobre un arbitraje bilateral con Chile -prácticamente imposible- por no contar con el apoyo del PSOE. Ésta debía haber sido una cuestión de Estado, como tantas otras, pero el ambiente político no propicia el consenso.
La sentencia de los lores previa a esta vista ha acotado sobremanera la demanda de extradición, limitando las causas contra Pinochet a unos 60 crímenes de tortura cometidos después de la firma del convenio en 1988. Pero, con cualquier desenlace, lo ocurrido constituye en sí un progreso en la lucha contra la impunidad de los crímenes contra la humanidad. Ahora bien, los problemas creados y las susceptibilidades despertadas refuerzan la urgencia de poner en pie esa Corte Penal Internacional (CPI) prevista en el tratado firmado en Roma en julio del año pasado, poco antes de la detención de Pinochet en Londres. El tiempo corre deprisa en contra de todos los Pinochet del mundo.
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