Esos gigantes de las narices rojas
Darse una vuelta por el puerto de Barcelona no es como antes, como cuando éramos nosotros los pequeños. Donde hace años estuvo la triste réplica hollywoodiense de la Santa María (que pese a todo nos hizo concebir a muchos sueños de aventuras) ha nacido un puerto lleno de vida, de barcas, barquichuelas, motoras, transatlánticos, incluso de peces, gordos y confiados, que nadan por debajo de los puentes que llevan de una punta a la otra en un paisaje marino con olor a mar (antes olía a aceite). Ver ese puerto repleto de payasos y de niños es una buena sensación para un día de fiesta. Debería ser siempre así, todos los días festivos del año. Eso sería una buena inversión del dinero público. Las fiestas de la Mercè han convertido el puerto en Un port de nassos donde (y ahí la anarquía de los propios protagonistas hace imposible el recuento) circulan más o menos 30 compañías. Están desperdigadas por una decena de espacios diferentes y actúan mañana y tarde, simultáneamente o avanzando en acciones itinerantes que, como el flautista de Hammelin, arrastran tras de sí una riada de críos y de madres (siguen siendo minoría los padres enrollados). Entre espectáculos y acciones callejeras, hay diversos espacios de juego para los críos, donde el público mirón se entretiene viendo los contoneos del hula-hop, las peligrosas vacilaciones sobre zancos y cómo juegan de mil maneras y con los objetos más diversos, algunos indescriptibles (hay un tablero del antiguo Egipto que es de complejidad jeroglífica), pasándoselo pipa. A la mitad del puerto está el camión de Pallassos sense Fronteres, organización que ha convertido a los payasos del mundo, merced a la inmersión de esos geniales malabaristas de la tontería en lugares donde la tragedia se vive a sangre y fuego, en los últimos filósofos del planeta. Tortell Poltrona, su principal promotor, está junto al camión. Sus historias merecerían un artículo aparte, porque la ONG está recorriendo un mundo que es la cara opuesta de esta Barcelona risueña y feliz de las fiestas de la Mercè. Pero lo interesante es que, de los payasos desperdigados por el puerto y que están hinchando globos, que hacen dar palmas a la gente o la obligan a participar en verdaderas animaladas, la mayoría ha viajado con Pallassos sense Fronteres a lugares donde sólo pisar el suelo (y una mina) puede costarte la vida, o lugares arrasados por terremotos, o asolados por las guerras civiles, por las matanzas indiscriminadas y las limpiezas étnicas. Nadie mejor que ellos entiende la necesidad de la sonrisa en la boca no sólo de los niños: también de los adultos. Si, después de esto, te das por ejemplo de narices con el estupendo espectáculo de Pep Callau i los Pepsicolen, donde Callau demuestra una inteligencia y una agilidad mental fuera de lo común para describir el mundo que lo rodea con lengua tan amable como afilada y para poner en movimiento a todo el público con la misma facilidad que lo haría La Fura dels Baus, pero empleando sólo su máscara de clown y su desbordante alegría contagiosa, no hay duda de que te sientes mejor. Claro que sí. Logran que olvides la intolerable torpeza del arzobispo de Barcelona, Ricard Maria Carles, y la preocupante tibieza de nuestros políticos, y que pienses que tal vez aún quede una posibilidad para una auténtica Iglesia de los pobres. Un port de nassos... ¡qué difícil es sostener la alegría en este mundo!, casi tanto como sostener el cielo sobre las espaldas.
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