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Chapuza

FÉLIX BAYÓN La autoestima de los malagueños se basa en tres pilares: Antonio Banderas, el Málaga Club de Fútbol y el equipo de baloncesto Unicaja. Son los tres antídotos contra el irredentismo de una ciudad que se siente preterida. Especialmente, desde el 92, generoso año en el que todos los mimos presupuestarios fueron para Sevilla, a la que Málaga considera su gran rival. De los tres, el de Banderas es sin duda el antídoto más eficaz. Sobre todo, desde que los malagueños han descubierto, esta misma semana, que tienen un paisano que no sólo es una estrella, sino un prometedor director de cine. Banderas -con el que cientos de malagueños afirman haber compartido pupitre en el colegio- es alguien del que nunca se oye hablar mal. Sin duda, porque no hay razones para hacerlo. Pero, incluso si las hubiera, resultaría imposible: para hablar mal de Banderas en Málaga hay que tener, por lo menos, tanto valor como para confesarse del Betis o como para aparcar un coche con matrícula de Sevilla y pegatinas sevillistas en las cercanías del estadio de la Rosaleda. El segundo pilar de la autoestima es el Málaga, cuyo ascenso a Primera era uno de los mayores deseos de los malagueños, mayor aún que el de que el AVE llegara hasta su ciudad. Antes de que el Málaga lograra este ascenso, -y siempre con la confianza de que, tarde o temprano, Banderas ganará un Oscar-, los malagueños se han ido consolando con los triunfos de su equipo de baloncesto, el Unicaja. Ha crecido tanto el número de seguidores del Unicaja que el polideportivo de Ciudad Jardín se quedó pequeño y a toda prisa se construyó uno con el doble de capacidad. Los aficionados, eufóricos, lo inauguraron hace 20 días. Poco les ha durado la alegría: el miércoles era clausurado ante el temor de que una serie de fallos en la estructura le hicieran venirse abajo. El asunto ha resultado bastante frustrante: los malagueños no están acostumbrados a que en su ciudad se hagan obras medianamente ambiciosas y, para una que consiguen, resulta que no les dura ni tres semanas. Con todo el aplomo, la constructora Ferrovial -autora, por cierto de algunos de los más graves destrozos urbanísticos en Marbella- se ha disculpado con un ingenio y un desparpajo dignos de un adúltero cogido in fraganti. No ha dicho eso de "esto no es lo que parece", sino algo aún más divertido. Los fallos que amenazan con la ruina al palacio de los Deportes de Málaga se deben, según Ferrovial, a "un comportamiento imprevisible del terreno", que es lo mismo que decir que el suelo les ha hecho un extraño. También se ha hablado de que han aparecido nuevas corrientes de aguas subterráneas, lo que es insólito en tiempos de sequía. (Quizá no es que hayan aparecido, sino que no se detectaron a tiempo). El asunto ha servido para generar un buen guirigay político. La oposición en el Ayuntamiento señala al responsable de urbanismo, al que, desde que se ocupa de estos asuntos, no es la primera obra que le amenaza con caerse. Más de una, incluso, se ha caído sin tomarse la molestia de amenazar. Más que responsabilidad, lo de este edil parece mala suerte. Pero, visto lo visto, quizá, como Napoleón -si me perdonan el injusto símil-, Celia Villalobos debía de molestarse en sopesar la suerte de sus colaboradores.

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