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De Madrid al suelo

Como la democracia es la democracia, yo y muchos como yo deberemos resignarnos a soportar cuatro años más al actual alcalde de Madrid, señor Álvarez del Manzano. Uno, desde luego, estaba resignado antes de las elecciones cuando, para alcanzar la acera de casa, debía saltar no sé cuántas chapas metálicas y un día sí y otro no asistía a las clamorosas protestas de las taladradoras perforando el suelo próximo a nuestro domicilio abierto por octava o novena vez en los dos últimos años (y sin que los trabajadores dispusieran de los cascos reglamentarios). Uno se ha deslizado todo este invierno pasado lo mejor que ha podido, es decir, mal por la calle de Alcalá y por algunas calles más donde todavía nos saluda airosa la grácil silueta de La Violetera. Uno ha llegado a amar las blancas vallas de las obras a guisa de mobiliario urbano futurista. Uno ha rezongado, pero de ahí no ha sabido o no ha podido pasar. Por mi calle cruzaba antes de cuando en cuando un camión que echaba algunos chorritos de agua; ahora debe de haber restricciones porque ya no cruza. Por eso digo que, ante tanta incomodidad y tanta encuesta indicadora de la popularidad de nuestro munícipe, andaba yo resignado a la fatal reelección de Manzano.Manzano ha estatuido el antibucolismo como categoría urbanística suprema y prestigiosa. Los poetas se han llevado todo el siglo protestando de los infiernos de la técnica y el cemento, y esa protesta parece que si no surtía mucho efecto contaba al menos con algún asentimiento social. Había cierta nostalgia de pueblo, algunas remembranzas bucólicas. Erguido en iluminado Terminator, un Terminator al que le gustan los cuplés, nuestro alcalde se ha convertido en un canonizador del ruido -somos la cuarta ciudad más ruidosa del mundo-, en un amante de la violencia sonora, en un buzo de las profundidades terrestres. Ha destrozado Madrid por arriba y quiere ahora destrozarlo por abajo.

Primero quiso enterrar los coches con los estacionamientos subterráneos; ahora quiere enterrarlos otra vez para quienes estén dispuestos a transitar la ciudad de abajo, sus nuevas autopistas, a grandes velocidades y previo pago de su importe. Ese infra-Madrid o sub-Madrid puede tornarse una megápolis de la guerra de las galaxias, en la que será un espectáculo ver quién llega el primero a la Puerta del Sol. De machadiano "rompeolas de todas las Españas", Madrid va a convertirse, por obra de Manzano, en rompesuelos hispánico. Rompesuelos o rompecuerpos. Porque si vas por una acera céntrica, te tropiezas con un chirimbolo a poco que te descuides; si das la vuelta a una esquina, te topas con un contenedor; si no pisas con cuidado, te puede pillar un foso.

Lo que está sucediendo en Madrid es un modelo de lo que cierta derecha española entiende por ciudad moderna en el siglo XXI. Se trata de rentabilizar el espacio urbano valorando al máximo cada metro, aéreo, terrestre o subterráneo. Y en el interín se parchean aceras y esquinas y se esgrimen taladradoras para que tengamos conciencia de que vivimos en una ciudad de progreso. Y mientras haya más automóviles, mejor, que hay que estimular el arraigado gusto del obrero por el coche; y mientras menos autobuses tengamos y lo más incómodos posible, mejor que mejor, que hay que procurar que los que no tienen coche se enteren bien de lo que no es tenerlo.

El modelo de la ciudad antibucólica se está definiendo ante nuestros ojos. Como a este hombre no lo pare alguien, podemos acabar en una metrópolis digna de Batman. De Madrid al suelo, cabría resumir parafraseando toscamente el dicho casticista para definir -es un decir- el proyecto urbanístico de Manzano. Uno no se queja a título de inventario; basta darse una vueltecita por Europa para darse cuenta de que hay otras posibilidades, otros modelos urbanos. Uno sabe que el Madrid de Galdós es irrecuperable y le parece bien: pero no desea el Madrid de Farenheit 451, eso sí, con muchos santos y pintores y cupleteras adornando las esquinas y recordándonos que somos madrileños de Madriz.

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