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Chechenia en el corazón

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Unos dinamitan edificios de viviendas en Moscú y otros lanzan su fuerza aérea contra objetivos en Daguestán y Chechenia. Cada uno, terroristas verosímilmente caucásicos, y bombarderos indudablemente rusos, utilizan los explosivos que mejor conocen.Si la continuación de la política por otros medios, como dijo un venerable sabio alemán, es la guerra, la continuación de la guerra por cualquier medio es el terrorismo. Y, aunque ninguna transición por mal llevada que esté se merece tanta desgracias -caos gubernativo, mercado de ladrones y secesionismos caucásicos-, el presente estado de Rusia es una consecuencia de la pretensión de implantar por decreto la democracia, creyendo que el mercado es un elemento regulador instantáneo que nos lleva al Estado de derecho como quien va en tren. Es posible que lleve, pero suele tardar algún tiempo.

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A su desaparición, la Unión Soviética se transformó de una cárcel de pueblos al por mayor en una simple prisión de minúsculas nacionalidades al detalle, y por ello con más posibilidades de subsistir si, milagrosamente, la democracia se establecía con rapidez, como ocurría en gran parte de la antigua Europa del Este.

La tardanza del mercado en ordenar la democracia y la ausencia de ésta han bastado, en cambio, en los menos de 10 años transcurridos desde la defunción de la URSS para que las nacionalidades menores del Cáucaso, hasta la fecha la chechena en cabeza, vieran cómo gran parte de la región, armenios, azeríes y georgianos notablemente, se independizaba, y llegaran a la conclusión de que la ruptura con Moscú no podía hacerles peor servicio que seguir dentro de una federación sobre todo inoperante.

Y, tras la guerra de independencia de Chechenia, la forma en que se produjo el fin de la hostilidades en 1996, que sellaba la retirada del Estado ruso, pero aplazaba al 2001 el reconocimiento final o no de esa independencia, era la receta ideal para que el problema contaminara a toda la región como hace ahora.

Chechenia goza hoy -o sufre- una independencia interior, aquella que dentro de sus fronteras otorga a sus dirigentes la totalidad del poder real; pero una auténtica independencia sólo tiene sentido con unas fronteras colaboradoras, no excluyentes, que permita, por ejemplo, una negociación equitativa de cuanto oleoducto se trace de los yacimientos de crudo del Caspio, a través del Cáucaso, hasta sus puntos de expedición a Occidente.

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En vísperas del momento en que Rusia haya de decidir si acepta el fait accompli de la independencia o trata de preservar algún lazo con Grozni que le permita asegurar que su integridad territorial se mantiene, Chechenia, no la oficial, pero sí la experta guerrillera, tiene todo el interés del mundo en extender la guerra al vecino Daguestán, como advertencia a Moscú de que renuncie a toda idea de reconquista.

Ahí es donde se inicia la pavorosa reacción en cadena de cargas explosivas plantadas en Moscú y descargas explosivas derramadas sobre el Cáucaso.

¿Cuál es el orden de los factores para una solución del problema, si es que existen? ¿Habría que aceptar la desmembración, esperando que eso calme a Grozni, para dedicarse a fabricar Rusia? ¿ O suturar el absceso checheno, aun por la fuerza, porque resignarse a la independencia podría ser el principio del fin de una serie de desmembraciones y no habría ya Rusia que fabricar?

El gran problema ruso puede ser hoy de identidad nacional. El zarismo era un imperio impuesto por la fuerza, que no podía democratizarse y sobrevivir a un tiempo. El mundo soviético hizo una racionalización de sí mismo como superpotencia a rusificar, que, a la muerte del imperio, no había avanzado lo suficiente, sin embargo, como para mantener unidas las naciones constituyentes. Rusia es hoy un decrépito imperio multinacional que no ha operado racionalización alguna de lo que es ser ruso, de una forma que incluya en su seno al factor no eslavo de la federación.

Por eso, la solución al problema de Chechenia quizá urge aún más a Rusia que instaurar la democracia y el mercado.

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