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El sheriff

MANUEL TALENS Se lo distingue fácilmente de los demás, porque va armado hasta los dientes. Su uniforme consiste en una camisa azul claro de manga corta, pantalones oscuros del mismo color, un walkie-talkie en la mano y un cinturón-canana lleno de balas, del que cuelgan, por detrás y a ambos lados, unas esposas, una porra de caucho y un revólver en su funda. Además, sobre el bolsillo izquierdo de la camisa lleva una placa dorada en la que se lee "Jefe de equipo"; sobre ésta, una chapa verde con una mano en señal de alto y, en la manga, el logotipo bordado de una empresa de "vigilancia". Probablemente no habla inglés. Ni siquiera vive en Texas, donde el salvaje Oeste todavía persiste y hay más asesinatos cada semana que durante todo un año en Escandinavia. La empresa que le paga no es yanqui, sino española. Se trata, digámoslo ya, del sheriff de una enorme y concurrida tienda de libros y productos audiovisuales que hay en Valencia, en la calle de Guillem de Castro. Como el de las películas, tiene a su cargo varios ayudantes. Parece un hombre tranquilo, pero quién sabe, más valdrá no hacer movimientos sospechosos, no sea que el dedo se le impaciente sobre el gatillo. De todas formas, el entorno en que trabaja no entra en los planes de bandidos al estilo Bonnie and Clyde, pues los pacíficos clientes que deambulan allí a cualquier hora sólo podrían robar, echándole audacia, un par de discos, un libro, este periódico o un teléfono móvil, ya que es bastante inverosímil que intenten meterse un televisor o una impresora debajo de la chaqueta. ¿A qué viene, pues, tal despliegue de fuerza contenida, y en un país como el nuestro, que no practica el culto popular a las armas? Cabría hacerse esa pregunta y muchas más. Por ejemplo, ¿cómo es posible que la gente no proteste ante el hecho de que un sector de la ley y el orden esté hoy en manos privadas? El majadero de Brad Pitt acaba de justificar en la Mostra de Venecia la increíble violencia de su último bodrio afirmando que el mundo es así, y no hay más que hablar. Puesto que el bosque se quema, sigamos quemando. El paso de ficción a realidad se ha hecho ya imperceptible: para nuestros niños es lo mismo una película de Sylvester Stallone que la tragedia de Timor. ¿Qué está pasando? En los sistemas democráticos, la exclusiva de la represión fue siempre del Estado. La policía, el ejército, como males menores en cualquier sociedad libre, son patrimonio del parlamento, no del primer derechista que decida crear una compañía de mercenarios, al mismo título que una agencia de viajes o un restaurante. Si las armas, por principio, están hechas para ser utilizadas, ¿qué pasará el día en que este u otro sheriff maten a un adolescente, cuyo enorme delito habrá sido llevarse un videojuego sin pagar? La progresiva fascistización española ya no se lleva a cabo con cuartelazos, que son cosa del ayer, sino con megaparques de ocio en beneficio de blanqueadores de dinero, mansiones para ultramillonarios, paraísos para mafiosos, fusiones bancarias o de gigantes del comercio... y propaganda, mucha propaganda. Una situación tan deshumanizada como ésta, favorecida por la clase política dirigente actual -que forma parte del negocio-, necesita sicarios, guardaespaldas y perros amaestrados. El sheriff es uno de ellos.

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