La lucha contra el narcotráfico en América
En los cañones centrooccidentales del Estado fronterizo mexicano de Chihuahua, donde las cataratas se mezclan con las pistas de aterrizaje y solares montañosos verticales, los pocos campesinos que quedan tienen dos opciones: pueden cultivar maíz en áridos desempeñaderos o pueden recibir 300 pesos por cada kilo de marihuana que consechen en su propia tierra, pagados por los pilotos que llevarán la carga a la frontera con Estados Unidos.El pago a los agricultores podría no parecer mucho, y sin duda no es gran negocio si se le compara con los 5.000 pesos por kilo que reciben los tripulantes de los aviones por su trabajo. De todas formas, la marihuana es más rentable que cualquier cosecha legal en un campo que es impresionante por su belleza pero que no está hecho para vivir. Para los pilotos, los ingresos son mucho más sustanciales. Una pequeña avioneta monomotor puede transportar media tonelada de marihuana; los márgenes de ganancias son inmensos y los riesgos, por lo menos en el lado mexicano de la frontera, son virtualmente inexistentes. Hay docenas de pistas de aterrizaje de 200 o 300 metros en el área y los aviones vuelan a tan baja altura que no pueden ser detectados por los radares ni cualquier otro mecanismo de vigilancia.
Una vez cerca de la frontera, la carga es colocada en camiones, automóviles, ómnibus y casi cualquier cosa que se mueva, en dirección norte, este y oeste dentro de Estados Unidos. Entregar la mercadería es un trabajo más duro y peligroso, pero mejor pagado. Y de eso se trata, por supuesto; en cada etapa de la cadena del suministro hay una oportunidad para que alguien gane más dinero traficando con drogas del que ganaría en un trabajo legal. Esta batalla contra las drogas en México se perdió antes de que comenzara.
Ése parece también ser el caso en Colombia. El país no era tradicionalmente una nación productora de hoja de coca; los cultivos crecían en Perú y Bolivia, cosechados allí y luego enviados a Colombia, donde se refinaba. Pero desde que el presidente peruano, Alberto Fujimori, impuso una virtual zona de exclusión aérea a lo largo de sus fronteras, disparando contra cualquier cosa que volara o se moviera, los cartelitos han sembrado vastos campos de hoja de coca en Colombia.
De acuerdo con algunos cálculos, actualmente hay 110.000 hectáreas de coca en Colombia, y a eso se puede agregar una gran cosecha de amapola, utilizada para producir heroína, y plantaciones de marihuana. Colombia está aprovechando ahora todos sus recursos y su clima; allí también se está perdiendo la guerra de las drogas.
Es difícil encontrar un lugar donde la guerra contra las drogas se esté ganando. Por supuesto que no en Miami, donde recientemente se encausó a 50 empleados de American Airlines y del aeropuerto internacional por introducir drogas en Estados Unidos en carritos de comida, ceniceros y bolsas de basura. Y no hay ganadores tampoco en Austin, Tejas, donde los avatares del gobernador George W.Bush han llevado a los latinoamericanos a preguntarse adónde conduce toda la hipocresía sobre las drogas.
¿Cuál es el propósito de invertir cientos de millones de dólares en la lucha contra el narcotráfico si se va a sumir a los países en una guerra civil, fortaleciendo a los grupos de guerrilleros y desatando enorme violencia y corrupción sobre sociedades enteras, mientras que los líderes estadounidenses pueden eludir preguntas sobre el uso de drogas en su juventud?
El asunto es que, de acuerdo a las encuestas, nada del debate sobre las que Bush podría haber consumido, ni cuándo, parece preocupar a los votantes. Pero, si eso es así, ¿por qué los latinoamericanos deben hacerse mala sangre por el abuso de drogas en Estados Unidos?
En realidad, el momento es especialmente propicio para un amplio debate entre norte y latinoamericanos sobre esta absurda guerra que nadie quiere librar. Estados Unidos tiene un candidato republicano molesto por las embarazosas preguntas sobre el uso de drogas en el pasado, un candidato demócrata impecable y un mandatario en ejercicio de amplio criterio que se prepara a partir. En América Latina, particularmente en Colombia y México, toda la cuestión de las drogas engendra ahora un creciente sentido de desesperanza. Éste podría ser el momento de modificar la guerra contra las drogas.
Ese debate debería comenzar con una fría evaluación de lo que ha funcionado y de lo que ha fallado. Las conversaciones podrían pasar después a examinar las maneras en las que el mercado y los mecanismos de precio puedan ser llevados a influir en el narcotráfico a fin de hacerlo menos lucrativo y de esta forma llevar a sus precios relativos a los de otros artículos, lo que reduciría la propensión del negocio a engendrar corrupción. Finalmente, deberían ser examinadas las implicaciones legales de tales mecanismos de mercado.
Al final, la legalización de ciertas sustancias podría ser la única forma de hacer bajar los precios, y hacerlo así podría ser el único remedio para algunos de los peores aspectos de la plaga de la droga: violencia, corrupción y el colapso del imperio de la ley. Para mucha gente en Estados Unidos, por buenas o malas razones, la legalización sigue siendo un anatema, pero sus costes y beneficios podrían ser evaluados a la luz del pernicioso, hipócrita y fracasado status quo. Usando las tácticas actuales, la guerra contra las drogas se está perdiendo; hace tiempo que debería haberse reevaluado una política fallida.
Jorge G. Castañeda es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional Autónoma de México.
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