Misterio monumental
De fuera vendrá quien los rincones de tu casa te enseñará. Así debe comenzar esta leve columna, que incide sobre un tema ya tratado. A la caza de instantáneas curiosas, especialmente en el ámbito del barrio chamberilero donde está la que tengo como última morada urbana, me referí al monumento alzado entre las calles de Manuel Silvela, Luchana y Manuel Cortina, un ensanche que considero debería tener la categoría de plaza. Nativos, residentes, forasteros y viandantes en general, si apartan la vista del peligroso pavimento, echan una mirada a la composición escultórica, quizá la rodeen para contemplarla en su circular dimensión y sigan preguntándose qué significan, exactamente, aquellos majos o chisperos, a quiénes corresponden los cuatro bustos y a qué los bajorrelieves presuntamente ilustrativos. Algo se barrunta. Escuché una vez que era el monumento al piropo, actividad que fue ejercitada con asiduidad por los madrileños. También se presumía cierta relación con la lírica y el sainete, aunque tales incógnitas no estaban despejadas por una lápida o letrero esclarecedor. Instábamos al departamento municipal respectivo a que remediara esa carencia u olvido.
Las estructuras edilicias -como suele ser tradicionalmente habitual- ni recogieron el guante ni se dieron por aludidas. No dudamos de que la documentación alusiva se encuentra en alguna parte, pero el munícipe (es, propiamente, el ciudadano, no el funcionario municipal) tiene anquilosada la vena inquisitorial y parece el asunto más de la competencia oficial que de la pública. Inútil esperanza de que saltaran los herrumbrosos resortes y quedara satisfecha una modesta y legítima curiosidad. El Gran Sordomudo que es la Alcaldía no sabe, no contesta.
Buscando entretener el ocio vacacional, acopié la prensa del día, para leerla a fondo. Por supuesto, las Cartas de los Lectores que, si no media un cedazo demasiado estricto, suelen ser muy interesantes, variadas y suculentamente informativas. Así caí sobre un ejemplar de Abc, del 5 de agosto. En la mentada sección, don Salvador Valverde toca con autoridad y conocimiento el tema, nada menos que desde Buenos Aires (Argentina), para lamentarse del escaso eco que tuvieron dos cartas suyas publicadas en 1976 y 1979. Vuelto a Madrid el corresponsal porteño, 23 años después, comprueba que no tuvo oídos aquélla y la misma petición que nosotros cursamos más tarde.
Don Salvador hizo más que un servidor: identifica a los cuatro retratos. Son don Ramón de la Cruz (no hay quien le apee el tratamiento), Ricardo de la Vega, Federico Chueca y Francisco Asenjo Barbieri, dos escritores y dos músicos notables en el mundo de la zarzuela y el sainete, tan específicamente madrileños. Los bajorrelieves representan escenas de Las castañeras picadas, La canción de la Lola, Pan y toros y La verbena de la Paloma. Completa la información el nombre del escultor: Coullaut Valera y concluye indicando que su reiterado interés produjo un edicto del regidor de entonces, que ordenaba colocar la aclaración solicitada, disposición olímpicamente desatendida, hasta la fecha de hoy. ¡Bravo por don Salvador!
Nos dolíamos de esa desidia, tan fácil y económica de subsanar, que también aqueja a otras manifestaciones artísticas dispersas por Madrid. Parece una tontería mantener símbolos y recuerdos que nada significan si desconocemos su historia y su sentido. Hay, entre setos y encrucijadas, unos cuantos señores de levita y damas pechugonas no identificados. Si a los millones de vivos se nos exige el NIF, el DNI, el permiso de conducir, el seguro del perro presuntamente peligroso, ¿por qué no se atribuye un nombre a todas las estutuas, con una sucinta mención de los méritos de los personajes o el motivo de esa distinción?
En este caso, el misterio del monumento innominado ha sido resuelto por un señor -presumiblemente español y madrileño- que vive al otro lado del Atlántico, aunque demuestra la escasa sensibilidad municipal por corregir defectos de muy simple remedio.
Si las estatuas votasen seguro que no existiría el problema. Identifiquen de una vez esas piedras cinceladas que un día, orondo y finchado, debió de inaugurar el alcalde de turno.
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