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Tribuna:La descomposición de Rusia
Tribuna
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Apocalipsis, pero menos

Francisco Veiga

Cuando todavía hay quien se equivoca y dice "soviéticos" en vez de "rusos", resulta evidente que muchos de los análisis sobre esa superpotencia están basados en prejuicios heredados de la guerra fría. Otras imágenes de Rusia tienden simplemente al reduccionismo. Resulta desconcertante ver cómo a muchos comentaristas se les llena la boca con el término "mafia rusa", como si todo fuera un juego de policías y ladrones. Es obvio que en Rusia existen potentes capos en la mejor tradición de la Mafia siciliana, incluso algunos instalados en altos círculos del poder. Pero resulta más aventurado encuadrar en esa categoría a empresarios y financieros por el mero hecho de que recurran a estrategias más agresivas que sus colegas occidentales, aunque hayan aprendido de ellos.El fenómeno ruso es en buena medida un problema de proporciones. La Federación es una colección de países y un subcontinente. Lógicamente, las mordidas, fraudes o evasiones son descomunales. Pero mucho de lo que está ocurriendo lo hemos visto ya en los países del Este, sólo que a una escala mucho menor. Y recordemos que la Mafia italiana tiene una oportunidad de oro para expandirse por el espacio Schengen y por el vacío legal que existe en algunos países de la UE para luchar contra este tipo de instituciones delictivas. De ese tremendo agujero no se habla en la prensa occidental, y por tanto, no existe.

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En estado comatoso

Desde Occidente y en la misma Rusia nos manejamos con déficit conceptuales e interpretativos de grandes proporciones. ¿Podemos decir como si tal cosa que la sociedad rusa se está mafiotizando? Si todo un tejido social como el ruso está incurriendo en un delito colectivo de tal categoría, quizá tendríamos que revisar la definición que damos al término mafia. Hay que recordar una y otra vez que no existe un precedente histórico en la transición de un sistema económico y un régimen socialista a otro capitalista, y menos a una escala como la rusa. Tampoco hemos de olvidar que, a pesar de todo, en Rusia existen ya 2.700.000 empresas privadas legalmente registradas. El mismo FMI, que pronosticó una dura contracción del PNB a comienzos de año, sugiere ahora que la economía podría crecer todavía un 2% en 1999. Por otra parte, los inversores extranjeros, que ya sabían a lo que se exponían, tampoco se han llevado las manos a la cabeza con los recientes escándalos. De hecho, andan más preocupados con los efectos del error Y2K en los ordenadores rusos a partir del 2000. En muchas partes de Rusia puede verse ya el nacimiento de una incipiente clase media, y en Moscú la miseria no es ni mucho menos tan llamativa como años atrás. Es evidente que comienza a vivirse mejor.

La misma confusión conceptual aqueja a la idea que tenemos de los partidos rusos, tan ajenos a los modelos europeos, pero que no quedan tan lejos de los colorados, ortodoxos, apristas o peronistas de América Latina. Y algo parecido ocurre con las ya clásicas interpretaciones de las jugadas políticas de Yeltsin en base a su alcoholismo o chaladuras de corte zarista. Por supuesto que el presidente ruso está acabado. Pero existe un juego político con unas reglas y actores reconocibles, y ya resultan un poco anacrónicos los clichés exoticistas sobre los misterios del Kremlin y las originalidades congénitas a la rusa. En Moscú se está librando una batalla entre dos tendencias. Primero, la de los políticos reformistas y prooccidentales, más cerca de Yeltsin. Al otro lado, los estatalistas y partidarios de soluciones más autóctonas y limitadas, que algunos analistas denominan "gorbachovianos". Desde el verano pasado, cuando comenzó a hacerse evidente el fracaso de las recetas del FMI, se abrió el camino hacia el poder de los estatalistas. En septiembre de 1998, Primakov se convirtió en primer ministro. No es de extrañar que en febrero empezaran ya las investigaciones del fiscal general, Yuri Skuratov, sobre el blanqueo de los préstamos del FMI. Yeltsin y los prooccidentales eludieron la ofensiva mediante la sustitución de Primakov por Stepashin durante la primavera. Pero el abandono de Serbia a su suerte y la ofensiva chechena en Daguestán fueron demasiado. Putin fue nombrado primer ministro en agosto ante la necesidad de poner un poco de orden. Pero con ello los estatalistas renovaron la presión, retomando la línea iniciada por Primakov: no en vano, este político y Putin fueron colegas en los servicios secretos del interior y del exterior, respectivamente. El resultado fue el incremento de la guerra en el Daguestán, el terrorismo a gran escala, las revelaciones sobre las enormes evasiones financieras (que desacreditan definitivamente a los reformistas prooccidentales) y el acorralamiento de Yeltsin.

Todo esto puede parecer muy ajeno a nuestros sistemas políticos; pero no lo es tanto para alguien familiarizado, por ejemplo, con los problemas del Estado italiano, perpetuamente al borde de la crisis. Quizá tengamos que acostumbrarnos a los apocalipsis limitados. Y a que los rusos miren con admiración a Yuri Luzhkov, uno de los personajes más corruptos de la escena política, pero también el más eficaz alcalde de Moscú.

Francisco Veiga es profesor de Historia de la Europa Oriental, UAB, y coautor de La paz simulada. Una historia de la guerra fría, 1941-1991.

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