En estado comatoso
Al cabo de casi un decenio de aparente independencia, los peores pronósticos se han hecho realidad en Rusia. El país camina a buen paso hacia un singularísimo Tercer Mundo en el que el control externo de la economía se ha visto recortado, eso sí, por un formidable opositor: el caos. Los diagnósticos sobre la Rusia de hoy se limitan a reseñar una larga lista de enfermedades. El sistema político, por lo pronto, se asienta en una apuesta retórica por la democracia, tras la cual se esconden una ostentosa marginación del consenso y un tramado esfuerzo presidencial para dinamitar el encaje de bolillos acometido por los sucesivos primeros ministros. Son los grupos de presión, y no los partidos o el Parlamento, los que marcan el rumbo, en lo que se antoja, de nuevo, una agresión en regla contra las convenciones de la representación democrática. Inmersa en el caos antes invocado, la economía sigue sin levantar cabeza, mientras los restos del Estado-providencia de antaño apenas aciertan a suavizar los efectos de una crisis social agudísima. Para que nada falte, los problemas de articulación territorial son muchos. Si sólo han alcanzado virulencia en Chechenia, ello ha sido así por una prosaica razón: repúblicas y regiones han asumido atribuciones que las leyes les niegan, pero que el poder central, muy débil, se muestra incapaz de contestar. En este escenario, ni siquiera resulta sencillo imaginar cómo podría cuajar alguna de las muchas pulsiones autoritarias.¿Y cuáles son las causas de tanto despropósito? La primera es, cómo no, el legado soviético, al que se sumaron los efectos de la precipitada disolución de la URSS. Quienes toda la culpa la atribuyen a las políticas yeltsinianas bien harán en echarle una ojeada a los índices de mortalidad infantil y esperanza de vida cosechados en los ochenta, a la decrépita situación de los servicios sociales, a las secuelas de un sinfín de agresiones medioambientales, a la perentoria condición de una economía en la que el centro ni controlaba ni sabía, o, en fin, a la secular debilidad de las redes asociativas.
Una segunda razón ha sido el vigor alcanzado por un puñado de interesadas supersticiones económicas. Las autoridades se han movido en la certeza de que el enriquecimiento de una minoría redundaría en provecho de todos, y al respecto se han contentado con aplicar la vulgata del Fondo Monetario. El exquisito control de la inflación que se hizo valer antes de agosto de 1998 ha servido de bien poco en una economía que, al amparo del sonoro fracaso de unas privatizaciones que han permitido la venta a precio de saldo del grueso del sector público, aún no ha tocado fondo. De por medio, y con cantos épicos al mercado, lo de siempre: mientras el fondo reclamaba con éxito recortes en los gastos sociales -y tensaba peligrosamente la cuerda-, no se apreciaba de su parte inquietud alguna por una huida de capitales que alcanzaba cifras pavorosas. Así las cosas, hasta los propios liberales empiezan a reclamar hoy un poco de Estado.
Mientras la mitad de la población vive por debajo del umbral de la pobreza, no faltan, en tercer lugar, los beneficiarios del desastre. Aunque mucho se habla de los nuevos ricos, la élite económica y política se nutre ante todo de la vieja nomenclatura reconvertida. Para explicar por qué el Partido Comunista, palabrería aparte, se halla entrampado en un sistema en el que el amiguismo, la corrupción y las mafias lo son casi todo, no hay que ir muy lejos: basta con recordar el árbol genealógico de un grupo humano, el que nos ocupa, no precisamente caracterizado en estas horas por su bonhomía empresarial.
El cuarto dato de relieve es la manida debilidad de la sociedad civil. Sin el provisional contrapeso de fuerzas genuinamente resistentes, en la Rusia de hoy sólo compiten dos derechas sólidamente institucionalizadas: si una, la neoliberal, tiene en Chubais su principal baluarte simbólico, la otra, con muchos postores, aspira a preservar una condición de privilegio para la remozada nomenclatura y gusta de jugar con borrosas formas de propiedad. Andan despistados, por cierto, quienes piensan que Luzhkov, el alcalde moscovita, está llamado a romper esa sórdida competición con sus guiños al intervencionismo estatal.
El último elemento de peso lo aporta, claro, la estulticia yeltsiniana: con su patético aferramiento al poder y sus caprichos, Yeltsin ha acabado por resucitar, en plenitud, la novelesca figura del zar tonto. Sus esfuerzos al respecto no han dejado de tener, sin embargo, alguna secuela saludable: han desaparecido, por fin, entre nosotros los rapsodas empeñados en cantar las virtudes de un presidente que se apresta a abandonar la historia por la puerta trasera. Ojalá lo haga pronto y sin aspavientos.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.
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