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La gran decepción

Juan José Millás

Mi compañero de trabajo estaba muy enfadado con su ordenador porque le había birlado 15 folios de un informe en el que llevaba trabajando 20 días. Durante toda la mañana le oí lanzar imprecaciones y amenazas a la máquina.-Sé que los tienes por ahí, en alguna parte, será mejor que los sueltes cuanto antes.

Yo procuraba hacerme el desentendido, como cuando habla con su mujer por teléfono. Es muy dado a mantener conversaciones íntimas o de carácter doméstico que a mí no me gusta escuchar. Al principio de nuestra relación me ponía muy violento cada vez que cogía el teléfono. Con el tiempo fui dándome cuenta de que me ignoraba. Desde su punto de vista, sólo existen el ordenador y él en el despacho, que es muy pequeño, por lo que no es fácil mantener una conversación sin que el otro te oiga. Personalmente prefiero utilizar el móvil. Me voy al cuarto de baño y desde allí hablo con mi mujer o con mi madre. Un día, sin darme cuenta, estaba jugando con el tirador de la cisterna y la hice funcionar.

-¿Pero desde dónde me hablas, hijo?- preguntó mamá escandalizada.

Le dije que desde el despacho, pero no me creyó y ahora sólo me atrevo a llamarla desde el coche, con las ventanillas subidas. Tiene un olfato especial para adivinar dónde me encuentro.

-¿Qué te pasa, hombre?- pregunté al fin a mi compañero harto de oírle hablar con el aparato.

-Que no sé dónde ha escondido este imbécil esos folios.

-Pues repítelos.

-Eran los más complicados, pero es que además sé que los tiene en alguna parte. Voy a registrarle otra vez de arriba abajo.

A mí me inquietaba oírle hablar de este modo del ordenador. Yo mantengo con el mío unas relaciones más bien impersonales. Me disgustaría que le sucediera algo malo, desde luego, pero no soporto vivir pendiente de sus síntomas. Lo cierto es que cada vez hay más gente así, en Madrid al menos. Muy cerca de mi casa, han abierto un establecimiento donde hay ordenadores con los que puedes acceder a Internet a 500 pesetas la hora, me parece. Mi hijo está enganchado a la red desde su dormitorio. No necesitaría ir a la calle para navegar, pero algunas tardes prefiere bajar al establecimiento como una forma de prostitución, me ha parecido advertir. Le excita, como si se tratara de una perversión sexual, tocar otros ordenadores diferentes al suyo y, sobre todo, pagar por ello. Sé de lo que hablo porque en mi juventud fui con muchas prostitutas en las que no encontraba otro placer que el de pagarlas. Uno puede curarse de otras cosas, pero ese vicio no hay quien te lo quite.

Le conté estas cosas a mi compañero de despacho cuando salimos a comer, pues solemos tomar un sándwich a eso de las dos en una cafetería de Juan Ramón Jiménez. Normalmente no hablamos. A mí no me gustan las confidencias y él es un hombre apático. Sólo le he visto conmoverse con el ordenador. Quizá tenga una de esas enfermedades informáticas de la que hablan los periódicos. No le pareció ni bien ni mal lo que hacía mi hijo.

-Eso-dijo al fin- es como tomarse una cerveza. Te la puedes beber en casa. La nevera está llena de cervezas, pero a veces te apetece también bajar al bar. Con Internet pasa lo mismo. Por la tarde continuó peleándose con el ordenador sin ningún resultado. Unas veces le amenazaba y otras le suplicaba ajeno a mi presencia. Nos fuimos sobre las ocho y al salir me di cuenta de dejaba el aparato encendido.

-¿No lo apagas?- pregunté.

-Voy a dejarlo así toda la noche, a ver si reflexiona.

Mientras bajábamos por las escaleras me explicó que si dejas encendido durante muchas horas un ordenador con problemas, se pone a pensar y soluciona las cosas por sí mismo. En la cena se lo conté a mi hijo como algo gracioso, pero a él le pareció normal. Y a mi mujer, que le da la razón en todo, también.

Al día siguiente, cuando llegué al despacho, ya estaba mi compañero en su mesa. Se tomaba un café y había vuelto a fumar. Fuma una semana sí y otra no.

-¿Cómo ha ido la cosa?- pregunté señalando el aparato.

-Nada, es un hijo de puta- dijo con un gesto de desolación impresionante, y comprendí que se hallaba ante una de las decepciones más grandes de su vida.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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