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Sin María Callas, sin Alfredo Kraus

María Callas falleció tal día como hoy hace 22 años. Alfredo Kraus, lo saben bien, no hace ni siquiera una semana. La muerte ha intensificado su condición de faros artísticos, de mitos añorados. Se parecían más bien poco, aunque compartieron una mítica Traviata en Lisboa a finales de los cincuenta. En María Callas latía la comunicación a flor de piel, el desgarro, la pasión. Revolucionó la ópera desde la interpretación teatral. En Kraus vivía la conciencia moral del canto, la ética del perfeccionismo, la elegancia suprema, el amor por las cosas bien hechas. Quizá no revolucionó nada, pero era un punto de referencia obligado en la reivindicación de los valores belcantistas. Con Callas la emoción venía de la fuerza expresiva del canto. Con Kraus, de la majestuosidad del fraseo o la dicción, de la pureza del estilo. Los dos hicieron posible la conversión del instante en eternidad. La ópera, el canto, alcanzaban gracias a ellos una belleza efímera, a veces carnal, a veces etérea, desde el fuego y la serenidad.Huérfanos de Callas, huérfanos de Kraus. Se llora ahora por el tenor que marcó distancias con respecto a los demás con sus interpretaciones en Werther, Manon, Lucía de Lamermoor, Romeo y Julieta, Rigoletto o Los pescadores de perlas. Se llora ahora por quien iluminó las canciones de Tosti y tantas otras con un sentido de la melodía inconfundible. ¿Por qué seducía Kraus? El tenor mexicano Francisco Araiza recordaba hace unos días en su país natal que en cierta ocasión pasó a los camerinos a saludarle, deslumbrado por una de sus actuaciones. Su sorpresa fue enorme al encontrarle con una fortísima congestión nasal. "Yo en las mismas condiciones estaría en cama con antibióticos", pensó Araiza, y preguntó a Kraus cómo podía cantar así. "Para algo tiene que servir la técnica, ¿no?", contestó el tenor canario con la mayor naturalidad. La técnica en Kraus: al servicio del estilo; al servicio de una profesionalidad que le ha permitido no cancelar ninguna actuación operística durante décadas; al servicio de una emoción que emana de la inteligencia. Su filosofía de la vida era sencilla. Tenía las ideas claras sobre el canto y la ópera: la voz en maschera (que también utilizan sus admirados cantaores), la superioridad de la cuerda de tenor, la belleza sin par del belcantismo, la crisis después de Puccini. No era, en cualquier caso, intolerante. Un día me pidió que fuese a ver una actuación de su hija Patricia en un local de Malasaña. "Te va a gustar", me adelantó. Era un espectáculo en las antípodas del belcanto, con la voz forzada al límite y acompañamiento único de percusión, una especie de jazz experimental de raíces étnicas. Se le veía feliz, con su mujer Rosa Blanca, en aquel ambiente de ruido y humo: "Una hija es una hija, ya verás cuando la tuya crezca".

Poseía un porte de aristócrata del Imperio austrohúngaro que le daba un aire de distancia. A algunos les parecía altivo. Nada más lejos de la realidad. Disfrutaba con los amigos, se volcaba en la enseñanza (recuerdo un coloquio para jóvenes a propósito de La Traviata con Carmen Alborch, Alberto Zedda y Yolanda Auyanet, en que estuvo dicharachero y lleno de gracia), y jugaba con sus perros bautizados como sus personajes operísticos favoritos. Le gustaba comer. "Pide cocochas y me dejas probar", me decía en los restaurantes, saltándose su régimen de proteínas a poco que su esposa se despistase. De María Callas le impresionó tanto su forma de canto como su voracidad gastronómica. "Se comía unos chuletones de kilo después de cada función", contaba con asombro.

En fin, los recuerdos se amontonan. Cuesta acostumbrarse a su ausencia. El tenor de los tenores, su majestad Alfredo Kraus, es ya su santidad Alfredo Kraus. Ha pasado por encima de la muerte. Basta con volver a escuchar Pourquoi me réveiller? para comprobar su inmortalidad. Es cuestión, pues, de sacudirse de encima la melancolía y entregarse a la belleza del canto superviviente. ¿La Traviata, con María Callas? Por ejemplo.

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