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La invención de la edad

Enrique Gil Calvo

Conforme declina el año, el siglo y el milenio, cunden los escritos de balance, que pretenden resumir de un plumazo lo más significativo de cuanto ocurrió, esperando encontrar el sentido de un tiempo cuyo transcurrir se confía en que no haya pasado en balde. Vana esperanza, pues sabemos por Shakespeare que el curso del tiempo sólo es un cuento narrado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que carece de cualquier sentido identificable. Sin embargo, pese a saberlo, no nos resistimos a inventarnos algún sentido que atribuirle a la historia, aunque sólo sea el narrativo de los cuentos, extrayendo como conclusión alguna consoladora moraleja. Es la ilusión historiográfica (por parafrasear a Bourdieu), que reconstruye como un relato lineal justificado por su desenlace lo que no deja de ser más que una mera sucesión fortuita de acontecimientos contingentes y casuales.Pues bien, finjamos abrigar esta ilusión y busquemos también un final feliz al siglo XX: ¿qué rasgo elegir para identificar el espíritu de un tiempo que sólo concluye por aritmética casualidad? Hay mucho donde escoger, desde el fin de la carrera de armamentos que ha causado dos guerras mundiales calientes y una tercera fría hasta el triunfo de la razón crítica, ciencia incluida, con el consiguiente descrédito de las ideologías totalitarias nacidas con la industrialización. Pero no parece verosímil que acierten los Fukuyamas inventores del advenimiento automático de la sociedad feliz. Por el contrario, resulta evidente que tenemos desigualdad, explotación y conflicto para mucho tiempo, sin que sepamos cómo adaptarnos a tanto riesgo por venir.

Así que eludiré cualquier especulación por el estilo para limitarme a algo más simple: ¿qué saldo neto arroja la comparación del modo occidental de vida vigente entre los años 1900 y 2000? Sólo así, de darse algún balance positivo, podría justificarse la ficción del progreso lineal. Pues bien, también aquí hay abundantes candidaturas donde escoger, desde la revolución de la información y la universalización de la escolaridad hasta el advenimiento de la sociedad de consumo basada en la ética del ocio. Y en este sentido, muchos observadores han propuesto considerar como cambio más significativo la metamorfosis de la mujer occidental. Pero ¿es la revolución femenina el gran avance del siglo? De creer a las feministas, cabe dudarlo, pues, al tratarse de una revolución todavía pendiente, si es que no abortada, el cambio es más aparente que real, dado que aún se mantiene (parafraseando a Arno Meyer) la persistencia del antiguo régimen patriarcal. Por eso cabe proponer otra candidatura: es la invención de la edad.

Por efecto de mejoras en la salud pública, el autocuidado personal y la dieta alimentaria, a lo largo del siglo XX se ha casi triplicado la longevidad. Y esta radical novedad supone no sólo la consecución de un deseo largamente acariciado pero hasta hoy inalcanzable, sino, además, el desencadenamiento de una cascada de consecuencias incalculables, desde el temor al envejecimiento poblacional hasta el acceso de la guerra de las pensiones al primer rango de la agenda política. No resulta extraño, por eso, que la Unesco haya proclamado este último del siglo como Año Internacional de las Personas de Edad. Ahora bien, la prolongación de la longevidad ha creado un problema inédito de gestión biográfica: ¿cómo estirar la duración de una vida sólo pensada para prolongarse hasta la edad de jubilarse?

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La solución a este dilema ha sido la invención de la edad, o, al menos, la invención de nuevas edades. En efecto, el modo en que el siglo XX se ha adaptado a la prolongación de la longevidad ha sido doble. Por un lado, ha prorrogado la duración de cada una de las etapas biográficas, retrasando la edad de transición de una fase a otra. Así, por ejemplo, antes los niños dejaban de serlo muy pronto, pues se convertían precozmente en adultos tras llegarles la pubertad para ponerse a trabajar y formar familia. En cambio, ahora la pubertad se prolonga como adolescencia forzosa hasta edades cada vez más tardías, y así sucede también con el resto de etapas que componen el curso de vida. Pero además se ha creado otro procedimiento para adaptarse al incremento de la longevidad, que ha sido inventarse otras edades o etapas vitales nuevas allí donde antes no existían, intercalándolas entre las demás edades tradicionalmente reconocidas.

Es el caso de la invención de la juventud. Hace cien años se pasaba directamente de la adolescencia a la edad adulta sin más rito de paso que la boda, la novatada o cualquier otra ceremonia de iniciación a la mayoría de edad. Hoy, en cambio, la transición desde la pubertad hasta la edad adulta dura quince años, pues no finaliza hasta casi los treinta, edad en que se halla empleo estable y se forma una familia. Y si hubo que inventar la juventud, fue por la necesidad de aplazar el ingreso en la actividad laboral, dado el crecimiento tecnológico de la productividad, que redujo el tiempo de trabajo a la vez que incrementaba la necesidad de formación profesional. Así fue como, para llenar de contenido la inactividad prelaboral, se dedicó a los jóvenes al autoaprendizaje, prolongando cada vez más su escolaridad.

Y como subproducto colateral emergió en la segunda mitad del siglo la cultura juvenil, centrada en el cine, la música, la moda y el deporte. Ese estilo de vida era el tradicional signo de identidad de la subcultura de estudiantes hijos de papá, hasta entonces privativa de los ociosos herederos de las clases acomodadas. Así que la invención de la juventud supuso en realidad la democratización del anterior elitismo juvenil, a partir de entonces universalmente difundido entre los jóvenes de ambos sexos de todas las clases sociales. Y algo análogo debería estar sucediendo con las demás edades que se inventan cada día: la tercera edad, la crisis de los cuarenta, la cuarta edad...

Pero de todos estos inventos destaca uno en especial. Si el siglo XX ha presenciado la invención de la juventud, el próximo habrá de plantearse la reinvención de la vejez. En efecto, al igual que sucedió con la inactividad juvenil prelaboral, también ahora se está prolongando sobremanera la duración de la etapa de inactividad poslaboral de las personas mayores. Ahora bien, así como se encontró un rol positivo para llenar de contenido la inactividad de los jóvenes, que fue sobreeducarlos inventando la cultura juvenil, eso no ha sucedido aún con la vejez. Todavía no se ha encontrado una función específica que atribuir en exclusiva a las personas mayores. Y por lo tanto, como carecen de rol propio que ejercer, sólo se les define en términos negativos. Es el estigma de la vejez definida como parasitaria clase pasiva, a la que se descalifica por entenderla una mera carga familiar y estatal.

El resultado es la fobia de la edad, que induce pánico a ser mayores. La cantidad de recursos que se invierten en la industria del rejuvenecimiento, con elevado coste de oportunidad (pues se podrían asignar a mejores objetivos), es insoportable. Y no me refiero a la ingeniería geriátrica (seguridad social, gasto sanitario, etcétera), sino al mercado de la eterna juventud, que realimenta el síndrome de Peter Pan: industria cosmética, cirugía plástica, etcétera. Todo con tal de parecer menos viejo y no más joven, inventando una patética edad mucho menor de la que se tiene en realidad. Y así seguirá sucediendo hasta que no se reinvente una nueva cultura sólo para mayores, capaz de llenar de sentido la vejez enriqueciendo su ocio con capital humano, lo que implica democratizar la edad dorada que ya disfruta hoy una élite privilegiada de mayores escogidos. Ésa es la tarea que cabe esperar del siglo que viene, cuando se jubile la actual generación sobreescolarizada de jóvenes, que quizá resulten capaces de inventar en la vejez un equivalente de la cultura juvenil que sea funcional para esa edad.

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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