"De lo cretense a lo cretino" JOSÉ LUIS GIMÉNEZ-FRONTÍN
Un astuto empresario, no sé si teatral o taurino, de nombre Távora, ha conseguido provocar toda una avalancha de despropósitos y toda suerte de comentarios en los medios de comunicación, al habérsele denegado el permiso para la realización de un singular espectáculo en una plaza de toros de Barcelona. El impulsivo bruto que entre a su capote, y casi todos lo han hecho, al definirse a favor o en contra de su espectáculo, se está definiendo, al menos según dicho empresario, por su defensa o su oposición a la creación cultural, a la libertad de expresión, a las inmarcesibles esencias de la cultura andaluza e incluso de la sagrada patria española en persona... Hacía algún tiempo que, en el ámbito de la crítica cultural, al personal no se le ofrecía un discurso mediático tan ingenua y patéticamente solanesco, si se me permite la expresión. Yo creo oportuno tranquilizar a ese empresario teatral o taurino, asegurándole que la mayoría de la población catalana no se distingue demasiado de la andaluza, o de la española en general, en su ancestral relación con el reino vegetal y animal. Hay en efecto, en Cataluña, una ley que prohíbe todo espectáculo o fiesta popular basada en la tortura o muerte de animales (corridas de toros, que son puro arte, al margen) y la población, más o menos respetuosa con las leyes, la cumple o la trampea un poco como en todas partes, de corazón o a regañadientes: pero no hay en Cataluña menos incendiarios por habitante que en el resto de España, ni se organizan menos peleas clandestinas de perros, ni se abandonan menos animales de compañía en la cuneta de las carreteras. De no ser por esa curiosa ley, todavía habría agencias de viajes que ofrecerían el espectáculo de la matanza del cerdo, con la primera fila de asientos reservada para el público infantil, que siempre fue considerada una celebración muy tradicional, muy catalana y muy patriótica. Quédese tranquilo el empresario: no hay persecución antitaurina, ni antiandaluza, ni antiespañola en la prohibición de su espectáculo; tan sólo una ley ciertamente naïve, es decir, de intención civilizadora, que las autoridades municipales de Tarragona no han cumplido, y que debiera hacerse cumplir sin pudibundeces, aunque nos encontremos en plena campaña electoral. El resto de las argumentaciones del susodicho empresario pertenecen a la más rancia tradición casticista de los años cuarenta, y provocarían la sonrisa si no fuera, como ha apuntado lúcidamente Màrius Serra, porque estos números de agravio patriótico fomentan lo que fomentan -aburridos y previsibles enfrentamientos entre andaluces profesionales y catalanes profesionales- y suelen acabar francamente mal. "Entre lo cretense y lo cretino media un abismo" ha observado quizá con excesivo optimismo este escritor, molesto ante la empanada mental que supone confundir la lidia con sangre y muerte reales con el arte escénico. Fellini, lúcido pesimista que se las veía venir todas, ya retrató a un empresario de teatro romano que cortaba realmente la mano de un actor a mayor lucimiento del guión y de la compañía. ¿Se atreverá alguien a proponer que alguna de nuestras cantantes, a ser posible evasora de impuestos, sea realmente acuchillada en homenaje a la ancestral cultura machista del Mediterráneo, en el último acto de Carmen? Espectáculos como el que propone el citado empresario no pueden sorprendernos en una sociedad, castiza por un lado y trufada, por otro, de morbosidad, realities shows, anfetamina y decibelios. Diría que se trata de una ingeniosa respuesta de alguien que no dispone de la carísima tecnología de los "efectos especiales", a la supuesta demanda de emociones fuertes por parte del público contemporáneo más masivo y menos culturalizado. Quizá debamos agradecerle a ese empresario el habernos recordado a las puertas de fin de siglo cuál es exactamente nuestra realidad, y debiéramos abrir una cuestación popular para compensarle por los millones que puede dejar de ingresar en la plaza de Barcelona.
José Luis Giménez-Frontín es escritor.
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