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CiU: de movimiento a partido FRANCESC DE CARRERAS

Francesc de Carreras

La encuesta aparecida en La Vanguardia del domingo pasado ha confirmado que las elecciones del día 17 de octubre serán las más competidas desde 1980, año del primer triunfo de Jordi Pujol. El resultado de la encuesta no constituyó una total sorpresa, ya que resultados parecidos comenzaban a aparecer en otros sondeos, pero confirmó una nueva relación de fuerzas políticas en Cataluña desde un instituto de opinión reconocidamente imparcial y de consolidado prestigio. El resultado de esta encuesta -sólo dos puntos de diferencia a favor de CiU respecto del PSC, es decir, una situación de empate técnico- ha de ser contemplado, además, en el marco de una tendencia ascendente de los socialistas (13 puntos en dos años, 4 en los últimos cuatro meses) y un significativo descenso de los convergentes (5 puntos en dos años, 1 en cuatro meses). Un desbordante optimismo es el común denominador socialista, el nerviosismo convergente de los últimos meses empieza a convertirse en resignado abatimiento. No hay duda alguna de que las encuestas son lo que son y el resultado final de las elecciones sólo se conocerá en el momento del recuento de las papeletas electorales. Pero por primera vez en casi 20 años la sociedad catalana comienza a contemplar un escenario político en el cual Jordi Pujol comienza a poner cara de perdedor y Pasqual Maragall adopta maneras de líder indiscutible. En todo caso, a la espera del resultado electoral, un cambio importante ya parece confirmado: se ha roto el pacto tácito de apoyo a Pujol, establecido entre la burguesía y las clases medias catalanas, que produjo el débil -pero inesperado- triunfo convergente de 1980 y la aplastante mayoría absoluta de 1984. Este pacto tuvo 10 años álgidos: el dominio pujolista fue total (siempre alrededor del 46% de los votos) hasta 1995 y empezó a debilitarse en las elecciones de este año (las últimas autonómicas), en el que el voto convergente pasó a ser el 41% del total. La encuesta que comentamos indica ya un 38%, con rápida tendencia a la baja en beneficio de un PSC que ha pasado del 23% al 36% en dos años. La pérdida por parte de CiU, en las recientes elecciones municipales, de 125.000 votos en la ciudad de Barcelona aparece como algo más que una sombría premonición: empieza a vislumbrarse como el resultado de un movimiento estructural de fondo que supone un nuevo pacto entre importantes fuerzas sociales y culturales catalanas. En efecto, la fuerza de CiU no estaba constituida por su ideología nacionalista en sentido estricto, sino en la capacidad que tuvo Pujol de reunir, en un solo bloque electoral, tanto a un sector conservador catalán que la consideró como único valladar a una temida izquierda que ganaba en Cataluña desde las primeras elecciones democráticas como a un sector progresista que, en las autonómicas, optaba por un partido catalán no dependiente de Madrid. Convergència, como muy bien advirtió Pujol, era el pal de paller de este sólido bloque que, además, y muy fundamentalmente, se beneficiaba de la abstención en las autonómicas de amplios sectores de ciudadanos catalanes provenientes de la inmigración. En 1980 Pujol ya supo reunir, en torno a un núcleo propio de irreductibles nacionalistas, a un importante sector de conservadores atemorizados por una Cataluña roja fabricado desde el Fomento del Trabajo Nacional, la renacida patronal catalana. Este bloque aumentó muy considerablemente -por la derecha y por la izquierda- en 1984, tras la disolución de UCD y la aniquilación del PSUC. De ambas, Pujol se benefició muy hábilmente. El pujolismo no era un partido en sentido estricto, sino algo que iba mucho más allá: era un movimiento social y cultural, muy conservador en el fondo pero con ribetes populistas en las formas. Las preocupaciones primordiales de Pujol hasta hace poco eran tres: mantenerse como líder de todo el nacionalismo existente, ser el representante del empresariado -grande y pequeño- y no enfrentarse con el movimiento sindical. Durante años lo fue consiguiendo. Diversos factores, sin embargo, lo han debilitado en los últimos tiempos. Un primer factor es interno a Convergència misma: su dirección ha cambiado y los jóvenes nacionalistas actuales -Felip Puig, Pujol Ferrusola, Triadú- tienen un proyecto de Cataluña que no coincide con la posición central -la del pal de paller- que representaban Roca, Trias Fargas y Alavedra, sino que expresa únicamente al nacionalismo en sentido estricto: la Declaración de Barcelona y todo lo que ello significa. Esta radicalización le ha alienado a los sectores moderados que consideran que los objetivos nacionalistas están prácticamente conseguidos y que no hay que dar muchos pasos más en esta dirección. Un segundo factor es el fracaso patente de la gestión política del Gobierno de la Generalitat: ineficacia, clientelismo, intervencionismo social y cultural, escasez de proyectos y muchos rumores de corrupción. ¿Por qué, se preguntan muchos, no apostar por una persona como Maragall, que ha demostrado ideas, eficacia y honestidad en el Ayuntamiento de Barcelona y no nos embarcará por los inciertos rumbos de un nacionalismo radical, enfrentado a España, como el que actualmente es dominante en CiU? El bloque trabajosamente ideado por Pujol en 1980 para sobrevivir a un fracaso electoral que se repetía desde 1977 se rompe porque ha dado paso a la hegemonía de un nacionalismo que sólo era uno de los componentes del triunfante pujolismo y no precisamente el que le daba más fuerza electoral. De un movimiento se ha pasado a un partido, una fuerza política más en el espectro político catalán. Si, además, Maragall es capaz de movilizar al votante tradicionalmente abstencionista de las zonas industriales, su triunfo puede ser arrollador.

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