La estrategia de la boina
La lucha por suceder a Fraga ahonda las fracturas del PP gallego gobernado al margen de la dirección nacional
"Somos los de la boina", dice con su franqueza campechana José Luis Baltar, presidente del Partido Popular de Ourense y de la Diputación Provincial, un político que resuelve hasta conflictos matrimoniales y que cuando le llaman cacique responde: "En todo caso, será caciquismo del bueno". En el clan de las boinas están el propio Baltar, su colega de Lugo, Francisco Cacharro, y el dimisionario secretario general del partido, Xosé Cuiña, los astutos dirigentes de origen rural que han medrado en el PP gallego bajo el mandato de Manuel Fraga sin someterse a dictados exteriores. Frente a ellos, los urbanitas -la definición también es de Baltar- , el sector al que se adscriben los ministros de Sanidad y de Educación, José Manuel Romay y Mariano Rajoy, respectivamente, representantes del aznarismo en Galicia y de la burguesía clásica que si ha de ponerse algo en la cabeza prefiere que sea gomina.
Estos dos grupos separados por diferencias personales, políticas y sociológicas, se disputan desde hace años la herencia de Fraga y el control del más antiguo feudo del PP.
En 18 años de autonomía, el centro derecha gallego sólo ha permanecido un bienio sin tocar poder, y el poco tiempo que lo dejó escapar fue a causa de sus luchas intestinas. Imbatible cuando permanece unido, el conservadurismo galaico siempre ha tenido, sin embargo, cierta tendencia a la disgregación y no ha sido capaz de superar una estructura basada en el reparto territorial del poder. Fraga regresó a su tierra hace 10 años en misión pacificadora y aunque la cumplió en lo esencial no pudo evitar que continuasen los codazos por debajo de la mesa para asegurarse el mejor sitio para el día en que el patrón decida irse a casa.
La intensidad de la batalla creció según pasaba el tiempo y Fraga prolongaba sus mandatos sin designar sucesor. Ahora, tras los malos resultados del 13-J y ante la proximidad del congreso regional de octubre, se ha recrudecido, una vez que Fraga y la dirección nacional se pusieron de acuerdo en la necesidad de "renovar", aunque sin especificar muy bien qué. Es ésta una pugna sorda y compleja, con actores involuntarios como el ministro Rajoy, quien si un día sucede a Fraga será porque se lo han impuesto: él lo ha dicho en privado muchas veces, detesta las intrigas de la política gallega. Se trata, desde luego, de una lucha por el poder, pero también de una suerte de pulso entre el campo y la ciudad. Cuiña apareció el pasado lunes con los zapatos tiznados de harina en el mesón de su aldea natal, en Lalín (Pontevedra), donde había citado a los periodistas para comunicarles su dimisión como número dos del PP gallego. El eterno delfín de Fraga venía del molino donde trabajaron su abuelo y su padre, y se llevó allí a los informadores para enseñarles sus raíces. El gesto no es más que una muestra del estilo imperante en el PP gallego, un partido cuyo líder considera un elogio que le llamen populista.
Votos y favores
Bajo el mandato de Fraga y Cuiña, el PP se convirtió en una eficaz máquina de recaudar votos y repartir favores, y también en un no menos eficaz generador de un discurso de exaltación de lo autóctono. Derramar lágrimas con los emigrantes, entonar canciones de la tierra, citar en los discursos a los padres del galleguismo, subirse a un tractor y convocar a los militantes a multitudinarios almuerzos campestres son algunos de los rituales que han forjado ese estilo. Llevado de su fervor galleguista, Cuiña dijo una vez -luego rectificó- que el PP gallego estaba "al borde de la autodeterminación". Esa puesta en escena y ese lenguaje no sólo resultan ajenos a los dirigentes del partido en Madrid, sino a algunos de los militantes de casa, como Rajoy, a quien nunca se le ha oído una palabra en gallego. La apoteosis del folclorismo que brota a diario de la televisión autonómica bajo tutela del PP entusiasma a los votantes de Cacharro y Baltar del mismo modo que horroriza a las señoras enjoyadas y a los jóvenes profesionales del Opus Dei que nutren las filas del partido en las ciudades.
Mientras que Cuiña es hijo de un molinero, Cacharro sufrió una infancia de penurias en una aldea de la montaña y Baltar ejerció de maestro de escuela rural, el padre de Romay era presidente de la Diputación de A Coruña y el de Rajoy, de la Audiencia de Pontevedra. Los dos ministros que querrían implantar el aznarismo en Galicia son los herederos de la derecha de toda la vida, educada en colegios de élite, tradicionalmente recelosa de la autonomía y ahora convertida a la causa del centrismo reformista.
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