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Vacaciones en La Mina XAVIER BRU DE SALA

Desde aquel viaje a la India y al Nepal, que creía olvidado y me ha vuelto en remake, no había pasado unas semanas tan alucinantes como las de este mes de agosto. Y todo por un cúmulo de circunstancias desgraciadas y, justo es decirlo, una pequeña dosis de aquel sentido de la oportunidad de los pioneros que exalté, sin acabármelo de creer, durante una charla en un centro de reciclaje para ejecutivos. Ahora que las autopremoniciones están de moda, sospecho que he sido objeto, y sujeto, claro, de uno de esos curiosos fenómenos. Me explico. No había, en mi querido Empordà, una sola masía o casa de pueblo alquilable a 10 kilómetros de las dichosas aglomeraciones costeras. También renuncié a la Cerdanya porque por culpa del dichoso túnel del Cadí ha dejado de ser la Suiza catalana de la que disfrutábamos, tras el esfuerzo de llegar, unos pocos privilegiados. La saturación y el hacinamiento, insufribles ya en el mar, producen ahora allí un desasosiego mortal. Imagínense, para combatir los embotellamientos de cuatro por cuatro en las pistas de montaña, han prohibido los grupos de más de 70, y en las pistas de montaña más concurridas cambian incluso el sentido de la circulación según el horario: hasta las doce del mediodía, sólo subir; de doce a dos, bajada; de dos a cuatro, hacia arriba otra vez y prohibido por la tarde, ya que vuelven los afortunados que han encontrado unos metros cuadrados de prado libre para comer, no para jugar a pelota con los niños, porque hay tantos, y tantas, que nadie sabe cuál es la suya y se lían a patadas entre ellos como si fueran de barrio. No aguanté más de dos días. De vuelta, y por más que lo intenté, tampoco conseguí encontrar a los amigos y conocidos que se las dan de tener Barcelona a su entera disposición en agosto. A lo mejor están con los auriculares y no oyen el teléfono. Incluso tuve una noche de insomnio, supongo que inspirada por el bochorno. Harto ya de todo, cogí la bicicleta de madrugada y me lancé en picado hacia la línea costera, en dirección contraria a la carretera de les Aigües, mi zona habitual de pedaleo. El carril bici me llevó hasta los nuevos tramos de la Diagonal, feísimos, y desde allí a esa zona de nadie, hasta entonces desconocida para mí, situada entre las cocheras, la depuradora y el río Besòs (sobre el que, por cierto, acaba de salir un documentado libro de Patricia Gabancho que recomendaría si no fuera porque está a favor de los planes que pretenden acabar con el carácter fin de millénaire de mi recién descubierto paraíso de vacaciones). Aislados y protegidos por la ronda y las autopistas, convertidas en involuntarias murallas protectoras, más allá del Camp de la Bota abundan los terrenos vírgenes de todo cuidado, pasto de plateros, los patios de los chatarreros, los huertos semisalvajes escondidos tras la verjas de maleza de construcciones rousseaunianas. Me entretuve a charlar con un gitano que podaba unas zarzas, nos caímos bien, y alquilé una vivienda unifamiliar de impagable estilo popular, aunque dotada de todos los adelantos. Y he disfrutado como nunca. Rocas solitarias donde chapotear en el mar y practicar la pesca de apnea sin miedo a pescar la pierna de otro submarinista. Descargas de adrenalina más abundantes que con el rafting o el parapente al pasar por el puente del tren. Al otro lado del Besòs, equipamientos polideportivos de primera y a precios de risa, con su tenis y su piscina donde los críos chillan pero no se golpean entre ellos al intentar nadar. Paseos vespertinos abriendo sendas entre matorrales, como en un anuncio de Camel, paz, mucha paz, y al lado, ciertos amigotes de La Mina, donde por cierto venden el mejor chorizo del mundo y un vino generoso en bakinbó de cinco litros que hay que descubrir, me proporcionaron material con el que rememorar mis experiencias nepalesas. Lo digo más que nada por lo privilegiado del entorno natural y lo hospitalario de mis recientes amigos, que te tratan y a los que tratas con la curiosidad de encontrarte ante algo nuevo y auténtico. Un payés, un pastor o un pescador de trainera y palangre saben de carrerilla la siguiente pregunta que le va a hacer el enésimo pixapins. Mis nuevos amigos de patillas largas te invitan a todo. No hay injerto más vigoroso para el cansado árbol de la catalanidad. Pasan de política -como yo-, pero juntos vamos a ganar las elecciones, ya lo verán. Háganme caso. Busquen algo por allí para el verano del 2000. Las casitas con huerta no abundan, y algunos veraneantes de las comarcas preferidas están ya buscando, después de mi fantástica experiencia, una casita como la mía o un apartamento libre en La Mina. Además, pronto empezarán las obras del proyecto 2004, que pretenden destruir, en nombre del multiculturalismo y la fraternidad universal, el último rincón de Cataluña que ni la modernidad ni los innumerables planes de rehabilitación, de los que tanto se ríen los vecinos, habían conseguido estropear.

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