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Incendios de verdad

Las desgracias, hasta que nos tocan, siempre nos parecen hechos lamentables que suceden a otras personas de biografía mucho más trágica. Esa enfermedad o esa muerte que afecta a personas jóvenes o se produce por accidente nos resulta un asunto terrible que sólo pasa a los otros. Como los niños, que se sienten eternos porque son incapaces de concebir el tiempo, vivimos las catástrofes como meros observadores, más o menos sensibles o comprometidos, pero ajenos al fin a la intensidad de una realidad dramática que seguimos a través de los medios como ficción: leemos en los periódicos los relatos de las tragedias con parecida actitud -cómodamente interesados, con indolente excitación de sofá- a la que adoptamos ante la narrativa, o vemos en la televisión la imagen de ciertos horrores como fruto de un buen equipo de producción, como si el daño que se ofrece a nuestros ojos no fuera incontestable. Probablemente, uno cruza la frontera definitiva de su conciencia del mundo y de sí mismo y se hace adulto (es decir, vulnerable y mortal) cuando, ante una cifra de muertos en la carretera o de mujeres afectadas por cáncer en la plenitud de su vida o de personas que sufren un pequeño y absurdo accidente de consecuencias desastrosas, pronuncia por primera vez: "Podría sucederme a mí".El pasado día 21 de agosto, yo disfrutaba del regalo de la altura y de la soledad del monte Xarraca, al norte de la isla de Ibiza, sobre una tumbona desde la que los ojos dominan, reciben, se envuelven y hacen de la mirada un paisaje de valles, bancales, pinos y olivos centenarios que limita arriba con el cielo y abajo con el mar. Desde ese enclave privilegiado donde discurren mis veranos sólo se divisa a lo lejos un par de casas más: una a la izquierda, elegante y rodeada de palmeras, y otra al fondo, sumida en el valle bajo el sol blanquecino del mediodía. A la derecha, sobre la pequeña bahía de Portinatx, que se ilumina apenas por las noches como una delgada luciérnaga, el faro de nuestras fantasías literarias y de nuestras raves en el acantilado. Espantando moscas y recibiendo el puntual e insistente parte meteorológico de las chicharras, vi en el periódico la imagen del monte Abantos calcinado en San Lorenzo de El Escorial. Miré a mi alrededor, con la falsa desolación del que se sabe partícipe de un dolor que en realidad no siente, un dolor formulable, racional, objetivo, responsable, un dolor que es una punzada leve, rápida. Por un momento cuya naturaleza no era sino de hipótesis, pensé en lo terrible que sería que aquel paraíso de verdes que me rodeaba pudiera ser objeto de las llamas. Después, seguro que seguí leyendo el periódico, seguro que dormité un rato, seguro que busqué con los dedos el lomo de mi perro y acaricié la alegre tensión de su campestre vigilancia, seguro que seguí siendo la misma. Mientras yo entornaba los ojos y aspiraba la cercanía del mar y el color de las buganvillas, el monte Abantos seguía ardiendo, los árboles sin pecado retorciéndose en el infierno, los animales agonizando su inocencia, el viento cómplice en su locura transitoria, muchas personas buenas y perplejas intentando salvar cuatro cosas en las que ya no se incluía la extensión verde de su mirada. Luego lo comentamos, qué pena, qué horror, ojalá encierren a los culpables. Nuestro ajeno dolor.

El día 23 de agosto, al regresar a Madrid, nos contaron por teléfono cómo había ardido el monte Xarraca, sólo unas horas después de habernos ido. El fuego había subido valle arriba, había llegado a treinta metros de la casa, la había esquivado por obra y gracia del viento, de los bancales y (no puedo asegurarlo, pero diría que sí), de la energía de nuestro amor en Twin Peaks, y había seguido ascendiendo hasta arrasar 5 hectáreas de monte: la verde y admirada extensión de nuestros ojos. Pocos días después nos han traído unas fotos de los periódicos de Ibiza. Están hechas desde la casa de nuestros veranos. Enseñan el paisaje de un invierno imposible, los esqueletos negros de los árboles, el mar al fondo, gris prensa. Lo que se ve en ellas es exactamente lo que hemos contemplado con placer tantas veces. Pero consumido, devastado, mártir. Alguien hizo una barbacoa, abandonó las brasas, abrasó nuestros ojos. Y la ajena punzada de dolor que habíamos sentido ante una foto similar del monte Abantos se volvió dolor propio: con nombre, lento, subjetivo, irracional. Nuestro dolor. En Ibiza, el culpable ya está detenido; yo ahora deseo profundamente que detengan a los de El Escorial. Y si son especuladores, que los detengan mucho, mucho más.

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