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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Lampedusa gallego

En el PP gallego, la palabra es renovación. Ésa es la contraseña que se transmite boca a boca desde que el partido gobernante salió trasquilado de las urnas y de unos pactos que permitieron al BNG y al PSOE repartirse las alcaldías de las principales ciudades. Por primera vez tras diez años de abrumadora hegemonía, el PP vio cómo sus adversarios conquistaban una importante cuota de poder institucional desde la que contrarrestar la maquinaria del Gobierno autonómico.Fraga no puede ignorar que las tendencias que marca el electorado urbano acaban trasladándose al conjunto de la población, y que si quiere conservar la hegemonía algo tendrá que cambiar en su partido. Y se ha apuntado, también él, a la idea de que hay que ronovarse; mejor dicho, que hay que renovar: a los demás. La primera consecuencia es que tanto el secretario regional, Xosé Cuiña, como el presidente del PP en A Coruña, el ministro Romay -los dos hombres que han polarizado la vida del partido en la última década- no seguirán en sus cargos orgánicos.

Cuando llegó a Galicia en 1989, Fraga heredó un partido deshecho por las pugnas internas. Su autoridad y sus éxitos electorales contribuyeron a apaciguarlo, pero al precio de dejar intacta la estructura de las baronías provinciales, especies de lobbies territoriales apoyados en el poder de las diputaciones, que dominan su zona con métodos que si no son caciquiles se le parecen mucho, pero que rinden al partido un extraordinario beneficio electoral: en los dominios de los barones de Lugo, Francisco Cacharro, y de Ourense, José Luis Baltar, el PP nunca baja del 50% de los votos. El coordinador de esa coalición de señores territoriales ha sido Xosé Cuiña, quien previamente se había labrado su propio feudo en Pontevedra. Fraga lo convirtió en su delfín, frente al recelo de Romay y del otro ministro gallego, Mariano Rajoy, apoyados por la dirección nacional en su propósito de acabar con el tribalismo del partido. El revés de las municipales hizo a Fraga más receptivo a las opiniones de la cúpula nacional y eso ha desembocado en la dimisión de Cuiña. Pero, aunque el secretario general ensaye una retirada estratégica, sus dos grandes valedores, Cacharro y Baltar, no se consideran aludidos por la demanda de renovación, lo que plantea algunas incógnitas.

La primera, si el PP está dispuesto a llevar su cambio al extremo de poner coto a las prácticas de dirigentes que hasta ahora se han revelado como eficaces máquinas de recaudación de votos. Es decir, si, por ejemplo, se intentará la asfixia económica desde las diputaciones de los municipios gobernados por otros partidos. Y, en el terreno interno, si los congresos del partido seguirán siendo a la búlgara o con algo parecido a un debate. Modificar esos comportamientos sería la verdadera renovación. Lo demás se reduce a aplicar el célebre consejo del príncipe de Lampedusa: cambiarlo todo para que todo siga como siempre.

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