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Helder Cámara

IMANOL ZUBERO El pasado sábado ha muerto en Brasil un hombre bueno. Estaba preparando una columna sobre la situación de nuestro -llamémosle por ahora así- proceso de paz, con sus dimes del Gobierno y sus diretes de ETA, pero la noticia de la muerte de Helder Cámara me ha sacudido en lo más hondo. El que fuera hasta su jubilación obispo de Recife nació el 7 de febrero de 1909 en la localidad de Fortaleza, capital del estado brasileño del Ceara. En su biografía escrita por José de Broucker se cuenta que al nacer su padre buscó en el diccionario un nombre para su vástago, tropezando con la siguiente definición: "Helder, fortaleza en el norte de los Países Bajos". Nacido en Fortaleza, llamado "fortaleza", fueron la energía creadora, la fuerza de voluntad y la convicción en el compromiso con los más pobres las características fundamentales de su existencia. Tal vez el hecho de que Brasil no cuente en su haber histórico con una tradición guerrillera a la que recurrir como mágico detergente que lave más blanco el injustificable terror de los diversos grupos armados que en Europa han sido explica el más que relativo distanciamiento los distintos movimientos progresistas de esta parte del Atlántico han mantenido hacia aquel inmenso país. Más allá del anecdótico Ejército de Liberación Nacional fundado por Carlos Marighella tras el golpe militar de 1964, que propugnaba una forma de guerrilla urbana a lo montonero pero no sobrevivió a la muerte de su fundador en un tiroteo en 1969, la característica fundamental de Brasil ha sido la autoorganización popular. Comunidades eclesiales de base, movimientos campesinos y de pobladores, grupos de mujeres, organizaciones indígenas, han generado desde los años sesenta un tejido asociativo del que han surgido figuras como el asesinado Chico Mendes o el interesantísimo Movimiento dos Trabalhadores Sem Terra. Esas fueron las fuentes de las que se nutrió y a las que consagró toda su vida Helder Cámara. Las minorías abrahámicas, como él las denominaba: pioneras de un mundo más justo y solidario. Tomo de mi biblioteca algunos de sus libros traducidos al castellano y publicados en los primeros años setenta por la editorial Sígueme. Por aquellos años los escritos de Helder Cámara, junto con las obras de personajes más conocidos como Gandhi, Luther King o Lanza del Vasto, me sirvieron para consolidar lo que al principio no era más que un poderoso sentimiento de rechazo a la violencia, siempre abuso de uno sobre otro, aunque ese otro sea también un abusador. La espiral de la violencia es el título de uno de sus trabajos y el símbolo de una de sus mayores obsesiones. Injusticia, contestación armada, represión. El infernal círculo que sólo puede terminar, cierto, con la superación de las estructuras injustas, pero que la respuesta violenta jamás puede superar, aun cuando dé la impresión de que lo rompe temporalmente: "Existen minorías que saben muy bien que la violencia no es la auténtica respuesta a la violencia; que si respondemos a la violencia con la violencia, el mundo caerá en una espiral de violencia". La violencia puede ser la partera de la historia, pero lo será de una historia de violencia y, por ello, sólo puede ser la enterradora de una historia realmente humana. Y eso lo decía un hombre que vivía entre, por y para los pobres, convencido de que la violencia número uno, la violencia que abre la espita de la espiral de violencia, es la injusticia. Helder Cámara estuvo en Bilbao al menos una vez presentando La sinfonía de los dos mundos, de cuyo texto era autor. ¿Pudo ser en 1985? No recuerdo. La interpretación tuvo lugar en la Iglesia de San Felicísimo, en Deusto, a cargo del Orfeón Donostiarra y la Orquesta Sinfónica de Euskadi. El propio Cámara hacía las veces de recitador, moviéndose entre la gente, menudo y vivaz, con su risueña cara arrugada y sus ojos grandes, como un pequeño y conmovedor duende. "El año 2000 será nuestro tiempo", cantaba un coro de niños al final de la obra. En fin. Como decía, ha muerto un hombre bueno. Descansa, seguro, en paz.

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