De noche y boca arriba
HERNÁN RIVERA LETELIERBoca arriba, seminconsciente, recordó el famoso cuento de Julio Cortázar. Por el momento, no imaginaba por qué lo habían dejado tranquilo. Como en el cuento, oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja apagado por la estridencia de una música salida de un equipo estéreo (la música, por supuesto, no aparecía en el cuento). El cuento. Sintió que debía aferrarse a él como fuera, construir un muro con sus imágenes, un murallón mental que resguardara nombres y direcciones. Y el cuento de Cortázar le venía de perillas. Por algo se lo había aprendido de memoria. Y de puro enamorado. Qué sería de la Claudia. Tanto que le gustaba Cortázar. "El cronopio padre" lo llamaba ella. Y justamente gracias al escritor argentino se habían conocido. Cómo lo había impresionado aquella vez en el patio del Liceo cuando se acercó al rincón en donde ella siempre se sentaba y, luego de preguntarle qué estaba leyendo (él ya lo sabía), le dijo, tratando de ser lo más natural posible, que él se sabía todos los cuentos de Julio de memoria (dijo "de Julio", confianzudamente y de adrede). Ella levantó los ojos y se lo quedó mirando con extrañeza. Luego, lacónica, sin ningún matiz de asombro en su voz, dijo: "Eso habría que verlo". ¡Era precisamente lo que él esperaba! Y a la salida de clases, en la confitería de la esquina, mientras le recitaba palabra por palabra, íntegramente, el difícil texto de La noche boca arriba (ella, con el libro en la mano, siguiéndolo implacable), sintió que de ahí en adelante ya no le sería más indiferente. "Es que cualquier pelotudito de tres al cuarto se puede aprender un poema de memoria, sólo es cuestión de saber que bajo el verso terminado en lluvia, impajaritablemente asoma su naricita la famosa rubia", pontificó con aires de doctor en la materia. "Lo mío, en cambio, es nemotecnia pura". Después, cuando ya atardecía en los ventanales y no quedaba mucho que decir, él le había confesado -y esa confesión era parte de su plan, por supuesto, la guinda del pastel- que nada más se sabía de memoria ese cuento y ningún otro: y que le había llevado tres semanas enteritas, con sus correspondientes sábados y domingos, metérselo línea por línea en la cabeza. Y todo ese sacrificio sólo por acercarse a ella. Un golpe maestro. ¡Cómo había logrado enternecerla!
De pronto sintió que la arremangaban la capucha y unas manos tibias le levantaban los párpados, primero uno y luego el otro. "Ahora sólo falta que a estos cuervos les dé por sacarme los ojos", pensó. Y de nuevo se dijo que tenía que aferrarse al cuento con dientes y uñas, que no lo podía dejar ir. Pero lo del cuervo le trajo a la memoria una página de Historias de cronopios y de famas, libro que conoció luego, como todos los otros del argentino, gracias a Claudia, cuya entretención favorita era pasar tardes enteras en las librerías de viejo.
Ahora sentía que el buitre dejaba en paz sus pobres párpados para ceñirle una de sus adoloridas muñecas. Se le ceñía como... como tomándole el pulso. ¡Está tomándome el pulso!, pensó sorprendido. Un vértigo de esperanza como un cubito de hielo le ardió frío en la boca del estómago. A lo mejor... pero no... no podía ser. Aunque sería maravilloso que él también, lo mismo que el azteca del cuento, saliera como de un brinco a la noche plácida de un hospital, a un cielo dulce, a sombras blancas que lo rodearan; que ladeando un poco la cabeza viera la botella de agua que tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales.
Y es que en esos momentos él también (como el azteca) sentía una sed tal si hubiese corrido kilómetros. Instintivamente quiso estirar una mano para alcanzar la botella y... sintió las amarras. "Sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro", recitó decepcionado, angustiado. En realidad, estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó, no los atabales de la fiesta indígena, como rezaba el texto, sino la estridencia del equipo de música al que comenzaban a darle todo el volumen de nuevo. Pensó en sus compañeros llenando otras mazmorras y en los que ascenderían ya los peldaños del altar del sacrificio. Se dijo que las coincidencias con el cuento eran muchas: si hasta las circunstancias de su arresto eran idénticas. Aunque él no iba montado en ningún insecto de metal, sino sentado en un pequeño Fiat 600, y lo suyo no fue un accidente de tránsito, sino un vulgar secuestro, era casi lo mismo: él también iba algo distraído esa mañana, pero corriendo por la derecha como correspondía, dejándose llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Y tal vez también su involuntario relajamiento le impidió ver que lo seguían, prevenir la encerrona. Al personaje del cuento lo habían sacado cuatro o cinco hombres jóvenes de debajo de la moto; a él, los mismo cuatro o cinco hombres, también jóvenes, aunque no precisamente para ayudarlo, lo habían sacado a culatazos de su auto. De repente se le vino la idea que si alguna vez salía o despertaba de todo aquello podría también él escribir su pequeña y particular noche boca arriba. Como epígrafe podría poner: "Y salían en ciertas épocas a cazar humanoides; la llamaban la guerra sucia". No se sorprendió para nada de la facilidad con que parodió el epígrafe del cuento; incluso, muy dentro de su pensamiento, esbozó la mueca de una sonrisa. Y es que las semejanzas de su situación con la del personaje del texto casi lo divertían. A él también lo habían tenido en una pieza con olor a guerra; también le habían quitado la ropa (aunque no para vestirlo con un túnica dura y grisácea, como al personaje, sino para dejarlo humillantemente desnudo); igual después lo habían pasado a una sala que podría llamarse de operaciones y, aunque no lo estaquearon en el suelo, en un piso de laja helado y húmedo, lo ataron, sin embargo, a una parrilla que...
Se dio cuenta de golpe de que ya no sentía la parrilla. ¡A lo mejor es porque ya no estoy atado a ella!, pensó. No había terminado de pensarlo cuando su corazón dio un vuelco de alegría: una frialdad metálica comenzó a recorrerle el pecho a saltitos, su agitado pecho sudoroso. Parecía increíble, pero, sí, no había dudas, era un estetoscopio. ¡Un estetoscopio! Reconoció de inmediato que se trataba del instrumento médico porque era el mismo contacto frío que lo hacía estremecer de delicia cuando él era niño, cuando el anciano doctor de la familia lo auscultaba y, para entretenerlo, le conversaba seriamente, como una persona grande. ¡Era un estetoscopio, claro! ¡Y por ende se encontraba en un hospital! Y aunque lo envolvía la oscuridad más absoluta, se dijo que no era por la capucha, sino simplemente que, por efecto de la anestesia o algo así, no podía aún abrir los ojos. Empezó a imaginar claramente el cielo raso protector de la sala del hospital y, en la mesita de luz, al alcance de la mano, igual de bella que en el cuento, la botella del agua mineral. Sólo faltaba que llegara ese maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil, como Cortázar describía tan apetitosa y mágicamente en su cuento.
Y entonces, cuando la salida a la noche del hospital ya le era definitiva, el estetoscopio dejó de darle saltitos en el pecho y la voz del que debía ser el médico lo sacó de golpe a la terrible noche con luna menguante, a la escalinata, a las hogueras, a las rojas columnas de humo perfumado, a la piedra roja, brillante de sangre -y la imagen del anciano doctor de su infancia se le transformó en la figura ensangrentada del sacrificador del cuento, con el cuchillo de piedra en la mano-, cuando oyó dictaminar, impávido: -A éste le pueden seguir dando.
El último libro publicado de Hernán Rivera Letelier es Fatamorgana de amor con banda de música (Seix Barral).
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