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Mi amigo noruego

KOLDO UNCETA El mes de agosto, ese periodo en el que uno trata de dejar a un lado sus quehaceres cotidianos para intentar disfrutar de otras perspectivas, otras luces y otros colores, no siempre permite sustraerse completamente a las controversias, problemas, dimes y diretes que marcan el discurrir del resto de los días del año, aquéllos en los que el reloj se convierte en dueño y señor de nuestras vidas. Pese al intento por permanecer alejado del difícil, y a veces exasperante, entorno social y político que captura nuestra existencia, la controvertida realidad del país surge inevitablemente tras cada curva del camino. Es lo que me ocurrió el otro día, cuando acompañado de un amigo llegado de Noruega, paseaba por algunos de los lugares más bellos de nuestra geografía, esos que a casi todos los vascos nos gusta enseñar a quienes nos visitan. La conversación transcurre distendida, dedicada a evocar lugares, vivencias y amigos de tierras centroamericanas en las que, hace ya bastantes años, dejamos una parte de nuestra juventud y nuestras ilusiones. Pero, de pronto, una inocente pregunta te obliga a sumergirte en el platanal que, al menos por unos días, has querido olvidar. "¿Porqué están borrados tantos rótulos en la señalización de las carreteras?" Entonces uno respira hondo y comienza a desgranar una explicación, lo más sencilla que puede, sobre la realidad lingüística del país. Hace observar a su acompañante que, desde hace veinte años, no existe aquí una única lengua oficial, sino dos. Que ello obliga a las instituciones a emplear ambos idiomas en todos sus escritos oficiales. Y que, en consecuencia, las señales de las carreteras reflejan ese bilingüismo, rotulándose tanto en euskera como en castellano. Lo que ocurre, le digo, es que existe una minoría que no acepta la realidad bilingüe del país y declara por decreto -es decir, a golpe de spray- la uniformidad monolingue. Ante su creciente curiosidad, le explico también que nuestro actual autogobierno carece de legitimidad para esa minoría, que no reconoce las instituciones que se derivan del Estatuto de Autonomía, pese al apoyo que las mismas tienen de la mayoría de la población. Y abundo también en otras consideraciones que puedan aclarar el confuso panorama que -adivino- se está formando en la mente de mi interlocutor. Pero mi amigo noruego parece especialmente interesado en las cosa de la toponimia y me pregunta entonces si todas las localidades del País Vasco tienen dos nombre, uno en euskera y otro en castellano. Le explico que no, que existen algunas con un único nombre oficial -por ejemplo Hondarribia, aunque mucha gente sigue refiriéndose a Fuenterrabía, o Bermeo, o Bergara-, y otras que tienen legalmente dos nombres -por ejemplo Vitoria-Gasteiz, o Donostia-San Sebastián-. Pero, ¿"quién decide el nombre o los nombres oficiales de cada localidad?", inquiere. Le respondo que son los propios ayuntamientos quienes, de acuerdo a la mayoría social y política existente, y conforme a criterios históricos y de otro tipo, están capacitados para tomar tal decisión. "Entonces", pregunta por fin mi amigo noruego, "¿tampoco aceptan estas personas la legalidad que emana de los ayuntamientos?" Desmoralizado, trato de explicarle que sí, que -según dicen- es la única que aceptan, y que de hecho tratan de convertir una asamblea municipal en la representación de la soberanía del país. "Pues no entiendo nada", contesta mi amigo. Hundido en la miseria le contesto que yo tampoco, y le propongo irnos a tomar un rodaballo a la plancha. Mientras cenamos, me asalta una y otra vez la idea de que sólo queda una semana de vacaciones.

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