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CUENTOS DE VERANO El Cielo

A. R. ALMODÓVAR Estaba siendo un verano muy celeste. Más aún de lo previsible. A las habituales perseidas o estrellas fugaces -polvo achicharrado de un cometa que pasó hacía mucho tiempo; almas que iban entrando en el cielo, unas por decreto de Roma, otras quizás más libremente-, se unió lo del eclipse. Una auténtica bagatela en términos astronómicos, decían los entendidos. También estaba lo del miedo milenario. El caso es que la gente sentía más curiosidad aquel verano por lo de ahí arriba, y no se recataba en elevar la mirada con frecuencia. Como aquellos habitantes de Brooklin el día del apagón, que vieron las estrellas por primera vez, entre el pánico y una repentina bondad en sus corazones. También el alma de pastor durmiendo al raso que muchos llevaban dentro, el poeta frustrado, el marino errante, andaban alertas. Sólo los aficionados habituales a la bóveda se sentían celosos. A ver si ahora cualquiera va a pararse a escudriñar en el misterio, decían. Para eso ya están los curas. Que vayan a la iglesia, hombre, y nos dejen tranquilos. Antes salíamos a la terraza, con nuestro telescopio elemental, y allí estaban, todas las espuelas de García Lorca perfectamente colocadas en la vitrina del firmamento, para nosotros. La doble Antares haciendo sus guiños desde el Sur. Arcturus gobernando sus trabajosos bueyes; Altair altiva como águila que es; Deneb en la cruz de las alas del gran cisne; Vega afinando su lira para el concierto de madrugada. Y si tú afinabas el oído, hasta podías barruntar los caballos de la noche galopando contra ti. Pero aquel verano andaba todo un poco raro. 1999. Cualquiera paraba por la calle a un aficionado y le preguntaba: Y esa qué estrella es. Luego seguía su camino, con una sonrisa extraña. Hasta Júpiter y Saturno estaban tan cerca, sobre las seis de la mañana, que parecía fueran a tocarse, tan amigos. Al fin una noticia animó a los demiurgos: una luz misteriosa desafiaba a los astrónomos de todas partes. "No varía, no se mueve, no estalla". No era una supernova, ni un quasar, ni una enana en extinción. Era el ojo de Dios, sin duda, asomado por fin al microscopio, a ver cómo iba éste su protozoario estelar. La indiferencia racionalista, no obstante, acabó con ellos. Pero algo pasaba. Ralph Alpher, un judío de origen ucraniano que en 1948 descubrió matemáticamente la teoría del Big-Ban, es decir, que todo empezó hace 14.000 millones de años con la explosión de una colosal bola de fuego, había sido localizado, y rehabilitado, por la NASA, tras muchos años de abandono y olvido. "Da clases particulares a los niños. Preside el consejo de la cadena local de TV, y está terminando un libro de cosmología", decía el informe evacuado por el FBI. Cierto, aunque demasiado sucinto. Había consagrado su vida a educar en el cielo a varias generaciones de niños, con un resultado prodigioso: todos habían salido buenas personas, demócratas excelentes. La cadena local de televisión sólo emitía programas educativos y culturales de elevada audiencia. La astronomía, en fin, inculcada desde la infancia, resultaba un eficaz antídoto contra el mal. Únicamente, en su libro, recomendaba no hacerse la pregunta del miedo: qué hubo antes del Big-Bang. Pues él se la había formulado y llevaba cincuenta años tratando de recuperarse.

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