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Crítica:DANZA - YGOR YEBRA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Generosidad y perdón

La relación entre público y bailarín no deja de ser siempre una serie de generosidades y perdones por ambas partes, siempre buscando la luz en ese complejo laberinto oscuro que es el escenario. Una gala reúne artistas de más o menos renombre, que deben ser generosos en su entrega artística, y a la vez deben encontrar en el público su equivalente en el de perdonar ciertos errores circunstanciales, superables en sí mismos, y que en el fondo no afectan categoría ni prestigio de los participantes.Ygor Yebra ha demostrado sobre todo modestia y generosidad, al invitar a que le acompañen en la noche madrileña artistas muy superiores a él, lo que ya es raro y encomiable dentro del filoso mundo del ballet clásico. Yebra es un bailarín con una cierta estampa amable, pero en el que concurren algunas lagunas formales en lo estrictamente académico; poco a poco él se ha sobrepuesto a esto e intenta cubrir el expediente basándose en su brillantez personal, lo que a veces consigue y a veces no.

En la primera parte de la gala Yebra bailó junto a la italiana Letizia Giuliani La Bella Durmiente, en una versión algo apócrifa y descafeinada, sobre una grabación demasiado lenta y donde además de fallos ostensibles en los fish, pesó mucho la falta de pulimento en el estilo, que es además de maneras también conciencia del propio estilo. Le siguió José Triguero ataviado a la antigua, bailando unas Alegrías con mucha riqueza de manos y poses arcaicas de solera; la altura estética en lo académico llegó con el danés Johan Kobborg, espléndido en el estilo bournonville acompañado por la macedonia Irena Veterova, que posee espléndida técnica y refinamiento. Lola Greco evocó Goyescas en su cuerda natural, exquisita desde las galgas hasta la blonda y bordando una refinada estilización del clásico español.

Pujanza y fuerza

La bonaerense Paloma Herrera y el bostoniano Damian Woetzel dieron una lección de la pujanza y fuerza del ballet norteamericano; ella siente sobre sí que su físico ha cambiado, pero ahora madura y potente, sus saltos sobre las puntas y su arrojo y rapidez en giros, demuestran que la madurez de las bailarinas es su verdadero estado de gracia, y esto fue posible mientras bailaban Tchaikovsky pas de deux, de Balanchine.En la segunda parte lo más reseñable fue la intervención de Herrera y Woetzel en Who Cares?, y luego Llamas de París, por Veterova y Kobborg, que volvieron a dar clase a pesar de una estruendosa caída de la bailarina al comienzo del dúo y de ciertos desajustes en la difícil versión larga de Vaganova, que escogieron estos artistas. El público, que prácticamente llenaba el Cuartel del Conde Duque, aplaudió con generosidad a los artistas, y finalmente perdonó los pequeños errores, por amor a lo que se hace con el corazón.

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