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Las escaleras

Alfred Hitchcock acaba de cumplir cien años, y eso ha servido para que viésemos, una vez más, algunas de sus películas y para recordarnos que el espanto vive a nuestro alrededor, que puede estar agazapado en cualquier cosa, surgir de lo que nos parezca más pacífico, menos inquietante: la ducha de Psicosis está en nuestras casas, y también el arcón de La soga, las corbatas horteras del asesino de Frenesí, el horno de Cortina rasgada, el cuarto de estar de Crimen perfecto.Pero, por encima de todo, Hitchcock intentó, en su obra, hacernos sentir miedo de las escaleras: ¿quién puede volver a mirar una escalera del mismo modo después de ver a Anthony Perkins abalanzarse con su cuchillo sobre Martin Balsam en Psicosis; después de contemplar a Cary Grant en la escena más célebre de Sospecha, subiendo lentísimamente cada uno de los peldaños que llevan hacia el dormitorio de Joan Fontaine, con un vaso de leche, tal vez envenenado, puesto en una bandeja; después de ver a la pérfida Judith Anderson en Rebeca, cogida a un pasamanos de mármol, moviéndose con un sigilo espectral entre las sombras de Manderley? El mensaje está muy claro: uno puede saber de dónde sale una escalera, pero nunca puede estar seguro de hasta dónde va a llevarle. Sin embargo, las escaleras han sido durante mucho tiempo exactamente lo contrario, un lugar de encuentro, una especie de tierra de nadie donde la gente hablaba con los vecinos, les ayudaba a subir unas bolsas o les preguntaba por sus asuntos, y todo eso es algo que no puede ocurrir jamás en un ascensor. ¿Por qué? Un ascensor no es sólo lo contrario de una escalera, sino también su opuesto, tal vez a causa de la desconfianza que produce un artilugio mecánico hecho de poleas que podrían pararse, de cables que se pueden cortar, precipitándonos al vacío; o tal vez sea a causa de las sospechas propias de un espacio claustrofóbico y hermético en el que no estás junto a alguien, sino encerrado con él, con ese tipo que podría ser el psicópata del cuento del otro día de Rosa Montero, El hombre de mis sueños, ese miserable que se queda a solas con una mujer, en medio de la noche, que para de repente el ascensor, se abalanza sobre su víctima, saca un objeto del bolsillo, un objeto frío y oscuro.

"No pensamos demasiado en las escaleras", dice Georges Perec en su libro Especies de espacios. "Lo más bonito de las casas antiguas eran las escaleras. Y son lo más feo, lo más frío, lo más hostil, lo más mezquino de los edificios de hoy en día. Deberíamos aprender a vivir mucho más en las escaleras. Pero ¿cómo?". Quizá la pregunta de Perec no tenga respuesta ni solución posible, pero sí plantea, de nuevo, un problema cada vez más agudo para los habitantes de las grandes ciudades: el del aislamiento. Junto a las escaleras, que, a causa del cansancio o de la prisa, apenas se usan en la mayor parte de los edificios, han desaparecido el resto de las zonas comunes, las azoteas, los patios, las galerías, los sótanos.

En verano, algunas casas con jardín y piscina recuperan un territorio común durante los dos o tres meses de calor, vuelven a tener un sitio de todos en el que los vecinos se hacen de pronto más cercanos, más visibles, incluso un poco más reales, distintos a esos seres desconocidos e inexplicables con los que el resto del año apenas se intercambian unas frases corteses, que se reducen al saludo frío y apresurado del ascensor, del portal, del garaje.

Sin duda, la historia de la escalera y el ascensor es una buena metáfora de esta época en la que cada vez podemos ir más deprisa, cada vez disponemos de más comodidades y cada vez estamos más solos. ¿Cómo se puede luchar contra ese aislamiento? A lo mejor habría que pensar en construir otro tipo de casas, en renunciar a esas colmenas asépticas que se alzan por todas partes y poner siempre en cada bloque un lugar de reunión, algo que se pudiese compartir. Y eso no van a hacerlo, no entra ni en los planes de los especuladores ni en los de su otro cincuenta por ciento, esos tipos insensibles y mediocres que nos gobiernan, los brutos con mando en plaza que hoy pueden autorizar el derribo de la hermosa pagoda de Miguel Fisac y mañana edificar sobre un yacimiento de la edad del bronce sin que les tiemble el pulso. Qué pena, ser tantos y estar tan separados.

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