Ciencia y creencia de los eclipses
El 29 de mayo de 1919, dos expediciones científicas fueron a observar un eclipse total de Sol a ambos lados del Atlántico, unos en Sudáfrica y otros en Brasil, dirigidos por el astrónomo Arthur Eddington. Su interés, por vez primera en la observación astronómica de eclipses, no era el propio Sol, sino estrellas que se podrían ver cerca de él: esa luz que había viajado billones de kilómetros se debería curvar al pasar junto a nuestra estrella, a causa de la fuerza de la gravedad, en un factor que según las predicciones clásicas era menor que utilizando la nueva teoría desarrollada cuatro años antes por Albert Einstein, la llamada Relatividad General. Ese eclipse pasó a la historia como el de la confirmación de la nueva Física de nuestro siglo. Otros astrónomos, hace casi 5.000 años, pagaron con sus cabezas su despiste ante un eclipse. Eso al menos recoge una narración china del reinado de Tchong Kang, en la que se nos cuenta el olvido de los astrónomos reales Hi y Ho, encargados de velar que los dragones no se comieran el Sol (lo que, según ellos, causaba los eclipses) o de, al menos, prevenir estos sucesos que ellos consideraban desgraciados.Ni Hi ni Ho cumplieron su trabajo de manera que el eclipse apareció de improviso, causando el pánico, sin dar tiempo para tañer las campanas y desarrollar los ritos que hicieran desistir al dragón de su propósito. Hi y Ho, pueden haber sido los primeros mártires de la historia de la astronomía. No es descabellado pensar que no fueron los únicos: lo cierto es que hasta la compilación de los primeros catálogos babilonios de eclipses, hacia el siglo V antes de nuestra era, no era fácil predecir, siquiera de manera aproximada, cuándo iba a suceder un eclipse. Y fueron finalmente los griegos quienes aprendieron a hacerlo, aunque sólo con el nacimiento de la mecánica en el siglo XVII se pudo realmente predecir con exactitud el momento y los lugares donde serían visibles estos fenómenos en los que el Sol queda ocultado (es decir, eclipsado, el origen etimológico de esta palabra) por la Luna.
En este siglo hemos aprendido a mirar el Sol de todas las maneras posibles, y con tecnologías que han hecho que los eclipses se queden obsoletos: cualquier telescopio solar puede producir un eclipse artificial con el que observar la cromosfera y la corona, las zonas exteriores de la atmósfera solar que se ven durante los breves minutos de un eclipse total. Y satélites como el SOHO nos permiten monitorizar nuestra estrella de manera continuada, sin siquiera esperar a que se haga de día. Por otro lado, ahora no utilizamos los eclipses, como se hizo en los grandes viajes transatlánticos del siglo XV y XVI, para poder conocer la longitud (uno de los primeros en utilizar esta técnica fue precisamente Cristóbal Colón). Sin embargo, ese problema quedó finalmente resuelto con la elaboración de relojes precisos. Hoy, cualquiera puede ver con su GPS [sistema de posicionamiento global pro satélite] que para localizarse en el mapa no es preciso esperar a que se haga de noche en pleno día...
Es cierto que los eclipses han desempeñado un importante papel en la historia de la ciencia, quizá no tan relevante como el que a veces se piensa. Pero es más cierto que donde los eclipses han sido reyes es en el ámbito de las creencias. Vistos por muchas culturas como anuncios de catástrofes, y por otras como sucesos regeneradores del mundo, también han sido aprovechados por quienes utilizando el conocimiento de cómo predecirlos se aprovechaban para perpetuar su poder religioso.
Resulta curioso cómo este próximo eclipse del 11 de agosto, vaciado casi por completo de la ciencia que proporcionaron antaño los eclipses, se haya visto convertido por los adalides de la sinrazón en su más importante bandera milenarista. Sucesos víctimas de las casualidades: de que siendo el Sol 400 veces mayor que la Luna esté 400 veces más lejos, con lo que su tamaño aparente es similar; de que los movimientos de la Tierra en torno al Sol y de la Luna en torno a nuestro planeta permitan que de vez en cuando, al menos dos veces al año y hasta un máximo de siete, nuestro satélite se ponga delante de ese dios poderoso que nos alumbra y da energía; de que, en fin, cualquiera les quiera echar la culpa de los males de este mundo.
Javier Armentia, astrofísico, es director del Plantario de Pamplona.
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