Los motivos de Yeltsin
Con la Duma cerrada por vacaciones, los diputados comunistas, mayoritarios en la Duma, montaron turnos por temor a que Borís Yeltsin disolviese la Cámara o el partido, retirase la momia de Lenin del mausoleo de la plaza Roja o utilizase la movediza situación en el Cáucaso para decretar el estado de emergencia y suprimir el proceso electoral que, Constitución mediante, debe alejarle del poder en julio del 2000. Cuando el pasado fin de semana los tambores de guerra sonaron en Daguestán, el último de estos fantasmas pareció a punto de cobrar forma. Pero Yeltsin tenía otros planes.La suerte de Serguéi Stepashin estaba echada pese a llevar apenas tres meses como primer ministro, desde el momento en que quedó claro, para Yeltsin y su corte de los milagros, que el ex ministro del Interior no era la persona adecuada para defender sus intereses.
Los Berezovski, Abramóvich, Diachenko, Yumáshev, Volóshin o Chubáis, que han tejido una densa tela de araña en torno al líder del Kremlin, saben que eso no les basta para hacerle pasar por el aro. Enfermo y todo, con sus facultades físicas y mentales mermadas, con las visitas a su despacho filtradas por su hija Tatiana, recibiendo una información parcial sobre lo que ocurre en Rusia, Yeltsin sigue siendo la única vara para medir el poder.
Sería una simplificación engañosa reducir esta nueva crisis a un simple episodio cortesano, con intrigantes y favoritos pululando por los pasillos del Kremlin y dictando su voluntad al presidente. Éste conserva siempre la última palabra, y no siempre es la que intentan dictarle. Más de un cortesano lo ha comprobado en carne propia.
A Yeltsin se le ha dado varias veces por muerto y enterrado políticamente. La última vez fue en septiembre de 1998. El mes anterior había abierto la caja de los truenos al deshacerse de un primer ministro, Serguéi Kiriyenko, que tuvo que pagar los platos rotos de la devaluación del rublo y el impago de la deuda. Yeltsin fue incapaz de hacer pasar por la Duma la candidatura de Víktor Chernomirdin a primer ministro. El nombramiento de Yevgueni Primakov señaló el punto más bajo de la influencia del presidente desde que llegó al poder ocho años antes..., y el más alto de los comunistas, que lograron colocar a algunos de los suyos en puestos clave del Gobierno. Todos los medios de comunicación mundiales aseguraron (y todos se equivocaron) que la hora de Yeltsin había pasado, que el poder real se trasladaba del Kremlin a la Casa Blanca (la sede del Ejecutivo), que a lo más que podía aspirar el presidente era a no morirse, a agotar su mandato, a reinar sin gobernar como un monarca constitucional y a negociar un retiro tranquilo y libre de sobresaltos y persecuciones judiciales. Pero Yeltsin, en cuyo carácter no entra el concepto de derrota, no estaba vencido. Lamía sus heridas y preparaba la revancha. Llegó en mayo, cuando en un movimiento injustificable desde el punto de vista de los intereses generales del país se deshizo de Primakov y propuso como relevo a su fiel ministro del Interior, Serguéi Stepashin. La decisión se produjo cuando Rusia disfrutaba de una estabilidad política sin precedentes y sin que se hubiesen confirmado los pronósticos más catastrofistas, que iban desde hambre generalizada durante el invierno a bancarrota del Estado.
Primakov era entonces, con mucho, el político más popular del país y el claro favorito a ganar la presidencia. Eso, y el no plegarse a los caprichos de Yeltsin, le perdió. El cese llegó de forma vergonzante, tras varios desplantes tan absurdos como innecesarios.
Sin embargo, las amenazas comunistas de sacar a las masas a la calle se convirtieron en humo. Yeltsin se disponía a vivir una semana gloriosa. Primero, venció a la Duma, incapaz de reunir la mayoría de dos tercios necesaria para procesarle por genocida, golpista, asesino y traidor a la patria; y, segundo, impuso a Stepashin.
Los diputados ni siquiera libraron batalla. Le votaron a la primera, por abrumadora mayoría, por temor a algo peor. Yeltsin, se hartaron de especular los medios informativos rusos, podría reaccionar a un rechazo de su candidato con una medida extrema, incluso más allá de la Constitución. Dentro de ésta, el presidente podía presentar como alternativa a alguien menos presentable para la izquierda, como el ex vicejefe de Gobierno y padre de la privatización salvaje Anatoli Chubáis.
Si algo tenían claro los diputados, empezando por los comunistas, es que había que mantener abierta la Duma y despejado el panorama hacia las legislativas de diciembre. Por el mismo motivo, no es nada probable que libren ahora batalla. Después de todo, Yeltsin ha hecho coincidir el cambio de Gobierno con el anuncio de que las elecciones se celebrarán el 19 de diciembre, y lo único que lograrían los parlamentarios rechazando a Putin sería quedarse sin sus escaños (y sin el apoyo logístico que ello supone) sin deshacerse por ello del nuevo delfín de Yeltsin, que sería primer ministro interino.
Pero, ¿por qué se ha deshecho Yeltsin de Stepashin? No le ha dado tiempo ni a hacerlo bien ni mal. Lo más destacable de sus tres meses escasos en el Gobierno ha sido mantener la herencia de Primakov: la estabilidad política y económica dentro de una crisis a la que no se ve fin. También logró la aprobación parlamentaria de un paquete legislativo que abrió la puerta al desbloqueo de un crédito de 700.000 millones de pesetas por el Fondo Monetario Internacional. Las encuestas demostraban que su nivel de apoyo popular crecía de forma lenta, aunque sostenida. Pero la clave no está en lo que Stepashin ha hecho, sino en lo que no ha hecho. Por ejemplo, no se ha sumado a la campaña de hostigamiento de Yeltsin contra el alcalde de Moscú, Yuri Luzhkov. Tampoco ha formado una piña con La Familia (como se define al entorno más próximo al presidente) para fustigar a los comunistas. Y mucho menos ha colaborado en el diseño de una estrategia para intentar que, después de las presidenciales de junio-julio del 2000, todo siga igual.
En definitiva, no se ha comportado como lo que parecía ser cuando Yeltsin le nombró: un incondicional dispuesto a todo para servirle a él y a su corte, desde Tatiana Diachenko (hija, asesora y filtro del presidente) a Borís Berezovski (el Rasputín que presume de hacer y deshacer en el Kremlin).
Ésta es otra batalla más de la guerra por la presidencia. En las últimas semanas, Yeltsin y La Familia estaban viendo las orejas al lobo. Luzhkov, acosado, se encontraba con que el ex primer ministro Kiriyenko, probablemente teledirigido desde el Kremlin, le desafiaba en Moscú con una candidatura a la alcaldía que, sobre todo, pretendía desacreditarle sacándole a relucir trapos sucios. Yeltsin ignoraba su mano tendida en un acto público o hacía que se le negara un permiso para sobrevolar Moscú en helicóptero. El Servicio Federal de Seguridad (el coto de Vladímir Putin) perseguía a su mujer por supuestas prácticas empresariales ilegales.
Luzhkov, el candidato presidencial por antonomasia que había creado para proyectarse hacia el Kremlin un poderoso movimiento político (Otechestvo, Patria), se defendió formando una alianza con el partido que agrupa a destacados líderes regionales (Toda Rusia). Además, ofreció a Yevgueni Primakov encabezar las listas conjuntas para las legislativas e incluso poner toda esta maquinaria electoral al servicio del ex primer ministro para convertirle en presidente.
Primakov escucha y calla. Su salida a la palestra provocaría un terremoto político y una redistribución de fuerzas con dos grandes perjudicados: los comunistas y el "partido del poder", un ectoplasma tan poderoso que en 1996 logró la reelección de Yeltsin, pese a que éste inició la campaña con un 6% de intención de voto.
Yeltsin ha destituido a primeros ministros porque necesitaba cabezas de turco sobre los que descargar errores propios. Pero los dos últimos relevos pertenecen a otra categoría: la de los movimientos destinados a no entregar el poder a no ser que pueda controlar el tránsito. Rusia es, al menos en teoría, una democracia, y son los votantes los que deciden el destino del país. Pero después de las presidenciales de 1998, marcadas por el dinero de los oligarcas y la utilización descarada a favor de Yeltsin de la práctica totalidad de los medios de comunicación masiva, está claro que esa democracia puede ser dirigida.
Entonces, el mundo del dinero tenía un objetivo común: evitar una victoria comunista que amenazase el tránsito salvaje al capitalismo. Ahora, la situación es diferente. Los grandes magnates no tienen un designio común. Ahora mismo, por ejemplo, Berezovski (que, entre otros medios, controla la primera cadena de televisión) libra batalla con Vladímir Gusinski, cabeza del grupo Most (que incluye a la cadena privada NTV). El uno guerrea a favor de La Familia; el otro, a favor de Luzhkov.
La única explicación del nombramiento de Putin es que en la corte del Kremlin exista el convencimiento de que este antiguo espía y hoy superpolicía no se detendrá ante ningún obstáculo para defender los intereses de la minoría que hoy dicta los destinos de Rusia. El pasado mayo, antes de que la Duma votase sobre el proceso de destitución de Yeltsin, Putin envió un mensaje a la Cámara en el que aseguraba que las acusaciones contra el presidente no tenían base legal. El jefe de la policía se permitía dar lecciones al Legislativo. "Putin es uno de los nuestros", piensan Yeltsin y sus cortesanos. Y eso puede llevar al Kremlin al jefe de la rama interna del antiguo KGB. Hay hipótesis peores, como la de que el presidente, pese a sus promesas, busque todavía la forma de no entregar el poder.
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