_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Guiris

MARTA SANTOS Que una no conozca a su padre, tiene un pase. Pero que una no conozca su ciudad, es como para poner una reclamación y solicitar el gentilicio de otra, cualquiera, la de enfrente mismo, aunque sólo sea por desesperación. Hasta hace media hora, yo era de las chulas que se preciaban de que por las veraniegas calles de nuestra ciudad no hollaba ni un puñetero guiri. Qué paz, pensaba yo. Sin anglosajones, sin protestantes, sin calvinistas, sin residuos del Mayflower, sin personajes de Ingmar Bergman que van por las playas del Levante jugando al ajedrez con la muerte entre la arena. Sin tener que ver esas carnes blancas, a medio hacer, que dan la sensación de una croqueta cruda, una albóndiga sin freír sólo apta para el paladar de caníbales salvajes o desesperadas con faja. Sin peluqueras de Liverpool que vienen a matar el hambre, compran una navaja toledana con la hoja de papel Albal y exigen al dependiente que las atienda en inglés. Sin obreros de Bremen que se cocinan el torso en San Miguel y en cuanto ven una peluca negra se lanzan al trasero que la soporta sin pararse a mirar si la peluca la lleva Santiago Carrillo o una. Sin bostonianos que se quedan despavoridos en el metro, como si el único metro del mundo fuese el de Boston, que comunica con pasillos que tienen calefacción en vez de, como el nuestro, comunicar con guardas de seguridad que llevan la calefacción en el carácter. Sin ver por la Gran Vía a personajes de tebeo: Doña Croqueta con vestido floreado y pamela de rejilla; el doctor Livingstone, con bermudas verdes y calcetines a rombos; el guerrero Fukiyama, con gafas de culo de botella y siete cámaras colgando de cada extremidad. Se nos terminó la buena vida. El efecto Guggenheim pronto saldrá en ensayos psicopatológicos y paranormales, al nivel del síndrome de Estocolmo, el efecto Doppler, la maldición azteca o el triángulo de las Bermudas. Bilbao se nos ha infestado de gente de pelo de color inverosímil y ojos desnaturalizados que camina por las calles haciéndonos preguntas como las que hacía Nancy, la de la tesis de Ramón J. Sender: "¿Cuál es el pluscuamperfecto del verbo yacer?" ¡Pero si aquí nadie yace, hombre, por favor! ¡Es verano y estamos de jarana! La gota que colmó el vaso me llegó hace poco. Caminaba por las calles de Deusto y un monstruo abyecto con camiseta floreada, vaquero pret-a-la-basura, cámara Canon con teleobjetivo, telescopio y un ojo de verdad, se me acercó y me sonrió; con esa sonrisa que ponen los guiris cuando ven a una española en España, que es una curva ascendente, justo el gesto inverso al que describe su boca cuando ven a una española en su país y la toman por turca. Todo él era amarillo pastel, excepto los ojos, que tenían la tonalidad rojiza de los hamsters albinos. Llevaba un plano, un libro de viajes escrito en sánscrito -inglés, alemán, qué más da, si todas son lenguas muertas-, folletos de todos los colores. Me preguntó, maravillado, por la estatua del tigre que corona el conocido edificio de la Ribera. El hombre no salía de su pasmo ante tanta belleza escultórica, ante tanto residuo histórico, ante tanta creatividad suelta por las calles. Se esforzó en hablar ese papiamento que hablan los guiris cuando quieren hablar castellano, y entre papiamento y gestos le atendí como pude. Mitad mercader fenicia y mitad coña marinera, le solté un impresionante discurso que atravesó todo el siglo XX de la historia vasca. Le dije que el tigre era un vestigio del tardofranquismo y que había sido creado en los años cincuenta por el famoso escultor Mola, de todos conocido. Me pidió que le anotara el nombre del artista en un papel y me extendió un folleto de publicidad de un restaurante. Allí escrituré "Mola" y me quedé tan ancha. Me alejé mientras el tipo tomaba setecientas diapositivas con esos ojos abombados de ternero que tenía. Poco después, entre caña y caña, comenté el caso con una amiga y, entre carcajada y carcajada, atinó a informarme de que el famoso tigre era el logotipo de una antigua empresa de bicicletas. Está claro: las bicicletas son para el verano y los guiris para el Tirol, de donde no deberían salir en su vida.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_