RINCONES La vida salvaje en Las Navillas
No lo creerá, pero a 35 kilómetros de Málaga se puede ver correr a los gamos. Y a los ciervos. Y a los jabalíes. Escondidos en un bosque denso de encinas y quejigos, con salvia y tomillo a los pies, a la sombra de las montañas blanquecinas de la Sierra de las Navillas. Poco más abajo está la dehesa, donde crían los caballos. Alrededor, campos de cereal amarillo y brillante. Y en un punto estratégico, a la vez cerca y lejos de de todo esto, cuatro cabañas de madera, rústicas por fuera y elegantes por dentro. Se trata de la Finca Las Navillas, en el término municipal de Antequera, un lugar pensado para satisfacer a la vez a naturalistas, cazadores, deportistas y familias amantes de la vida al aire libre. Es campo de verdad. Además de los ciervos y los caballos, hay ovejas, gallinas, conejos, gansos... Los cazadores pueden aprovechar la temporada para llenar los morrales de perdices, tórtolas, faisanes, zorzales o codornices. Y si a uno le gusta el agua, a su disposición hay truchas, ranas y galápagos, entre otras cosas. Noé habría sido feliz aquí. Y sus hijos también, porque además de las opciones básicas (mirar animales pacíficamente o cazarlos), la finca ofrece la posibilidad de montar a caballo, tirar con arco o ir en mountain bike. Los espacios están perfectamente delimitados. A este lado del camino, el parque, territorio exclusivo de ojos y cámaras. Al otro, el coto, zona de escopetas y reclamos. En la frontera, el refugio, un bar decorado con cabezas de venados, en cuyo tablón de anuncios se venden perros perdigueros, chorizos caseros y huevos de campo. Y la recepción de Las Navillas, que responde al teléfono 952 031 301. El encargado, Antonio Cobos, hace una defensa encendida de las maravillas del lugar. No hablada: práctica. Primero se acerca a la zona por la que suelen andar los jabalíes y gruñe festivamente. En dos minutos, cinco cochinos lo miran inquisitivos, a ver qué trae. Porque habitualmente trae grano (gran argumento para granjearse la amistad de un jabalí). También se lo lleva a los ciervos, a los gamos y a los muflones, que son más esquivos. Pero están muy cerca, sobre todo por la tarde, cuando bajan a beber. Los machos por un lado, muy dignos, y las hembras y a las crías por otro, sacudiendo las orejas. "Hay que verlos en la berrea, en otoño", explica Antonio entusiasmado. Entonces los ciervos encelados se pelean, y se les oye bramar y entrechocar las cornamentas. "Desde la cabaña se les siente perfectamente", dice Antonio, orgulloso. Y señala una papelera -también de madera, claro- que estaba colocada ala puerta de una de las casas, y que se ha caído. "La ha tirado uno de los bichos, rascándose", explica. Los mira con afecto y añade: "dentro de poco vendrán a comer aquí al lado".
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