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Tribuna:RELATOS DE VERANO
Tribuna
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Tormenta de arena

Manuel Vicent

La infinita carretera que va desde Riad a Jedda a través del desierto de Arabia está a merced de un enemigo mortal que se lleva por delante no sólo las almas, sino también el paisaje. Hay que tener un alma tan fuerte como los beduinos para salvarse si se produce una tormenta de arena, pero el desierto ya no es el mismo cuando la violencia del vendaval ha cesado. Las dunas han cambiado de lugar; cualquier piedra o abrojo puede servir de vástago, y a su alrededor la arena ha formado nuevos volúmenes. Si el viajero sobrevive a esa niebla roja en cuyo interior aúlla el viento, al final del inmenso polvo verá resplandecer de nuevo el rostro azul de Alá, a quien deberá agradecer el don de la vida postrado al pie de una duna recién creada. Pero, fuera de estas terribles tempestades y de la absoluta crueldad del sol, a veces el desierto durante el crepúsculo posee un increíble dulzura. Puede que una templada ventolina levante al amanecer o en la hora vespertina un tejido de arena semejante a un velo de mujer. Así era de amable aquella tarde cuando un joven libanés llamado Omar Chammas atravesaba en un Toyota la infinita carretera entre Jedda y Riad. Después de varias horas de camino en soledad, este viajero, en medio de las insondables dunas de Arabia, tuvo una visión. Un ligero golpe de brisa en ese momento se estaba llevando hacia adelante una nube de polvo, y en el vacío que había seguido al pequeño torbellino de pronto, junto al arcén, quedó al descubierto a corta distancia un objeto muy brillante. Puesto que era el único elemento que había roto la monotonía del horizonte después de tantas horas de travesía, el viajero se sintió captado por aquel fulgor, y a medida que se acercaba vio que se trataba de un cuadro con el marco dorado. Detuvo el coche. Se apeó junto al lienzo y, al tomarlo en sus manos, descubrió que la pintura representaba una de las figuras muy conocidas de Picasso, una cabeza de Dora Maar. Este viajero libanés, mercader de joyas muy avezado, había tenido algunas experiencias insólitas en su vida, pero ninguna tan extraña como encontrar un picasso, a simple vista auténtico, al borde de una carretera infinita del desierto de Arabia. No acabó aquí la sorpresa. A unos pasos del arcén, allí donde comenzaba a elevarse la primera duna, aparecía el canto dorado de otro marco que la arena no había logrado cubrir del todo. Al desenterrarlo comprobó que era un desnudo de mujer firmado por Modigliani. ¿Un desnudo de mujer cerca de La Meca? El mercader libanés dudó si no sería el terrible sol del desierto el que le hacía ver este espejismo, pero, antes de que hubiera levantado los ojos del suave resplandor de la duna, reparó en que había un tercer cuadro muy cerca. Se trataba de un espléndido paisaje de Gauguin, de la época de Bretaña, y su verde acuoso era como un pequeño oasis de ficción, lo único verde que podía contemplarse en la inmensidad amarilla del desierto. Repuesto de este aparente prodigio, el viajero analizó con calma dentro del coche la calidad de estas obras, leyó las etiquetas pegadas en el bastidor y, aunque no era experto en arte, su profesión le había obligado a frecuentar el mundo de las subastas internacionales de joyas y pinturas, de modo que sabía cómo orientarse. Envueltos con cartones rudimentarios, los cuadros no tuvieron dificultad alguna para pasar la aduana de Riad en dirección a París, y en el aeropuerto Charles de Gaulle tampoco se interpuso ningún obstáculo en su destino hasta el hotel Crillón, punto de atraque del viajero libanés. Tumbado en la cama, Omar Chammas pasó un día entero contemplando los lienzos recostados en los respaldos de las butacas de la habitación. En una agenda había anotado también el nombre de las etiquetas: galería Alexander Iolas y Louise Leiris, de París; Acquavella, de los famosos establecimientos de arte, Nueva York; Wadington, de Londres. Ése y algunos más se alternaban en el envés de los cuadros, pero sólo había una dirección que coincidía en los tres bastidores: Claude Laval Galerie, de la Avenue Matignon. Con el pequeño gauguin en una bolsa, el joyero libanés entró en esta última galería, cercana al hotel. A esa hora de la mañana estaba desierta, si se exceptúa a una perra caniche que dormitaba en la moqueta. Simulando ser un cliente cualquiera, Omar Chammas se puso a contemplar la exposición colgada en las paredes sin que nadie le atendiera. Claude Laval podía ser un hombre o una mujer. De pronto, alertada tal vez por un misterioso estímulo que le venía de muy lejos, la perra caniche salió de su sueño, corrió hacia el visitante y comenzó a husmear en su bolsa tenazmente, mientras acompañaba esta acción con ladridos muy nerviosos. Fueron estos ladridos los que hicieron que apareciera por la puerta de un despacho una bellísima joven. -¿Es usted la propietaria de la galería? -le preguntó el libanés antes de que ella cogiera a la perrita en brazos. -Sí -respondió la mujer con una sonrisa profesional. -¿Claude Laval? -Sí, sí -asintió ella mientras trataba de calmar a la perrita, que no cesaba de ladrar. Sin más palabras, el viajante sacó de la bolsa el pequeño cuadro de Gauguin y lo mostró a la galerista, que no pudo evitar un gesto de sorpresa; pero esta mujer estaba acostumbrada a controlarse y no lanzó ninguna exclamación. No así la perra caniche, que al ver el cuadro comenzó a redoblar los ladridos. -¿Qué le pasa a este animalito? -se extrañó el visitante. -La perrita está emocionada. Conoce este cuadro tan bien como yo y se ha puesto muy nerviosa -contestó la galerista.- Señor, ¿puedo preguntarle dónde lo ha comprado? ¿Desea saber si es auténtico? No ofrece ninguna duda. La perrita sólo ladra de esta forma cuando los cuadros son de gran calidad. Por mucho que haya pagado por él no ha perdido usted el dinero. Enhorabuena. Es, en verdad, un precioso gauguin. -Lo he encontrado abandonado en medio del desierto de Arabia -exclamó el libanés. -¿De veras? -Estaba casi enterrado en la arena. -No me sorprende nada -murmuró la bellísima joven con toda naturalidad. -¿Cómo? ¿Le parece a usted normal encontrar en medio de un mar de dunas un gauguin auténtico y un picasso y un modigliani? -¿Ha encontrado usted todo eso en mitad del desierto de Arabia? -pregunto la mujer con una sonrisa enigmática. -Así es. ¿Le parece normal? -Esas cosas suelen suceder cuando hay príncipes que prefieren el amor de una mujer a cualquier obra de arte. ¡Tú lo sabes muy bien, Linda!, ¿a que sí? -exclamó la bella galerista hablándole sólo a la perra mientras le daba besos en el hocico. El príncipe Mahmut ben Hasid estaba profundamente enamorado de la joven Claude Laval, y para llegar hasta su alma a través de una espléndida carne femenina tenía que pasar primero por el despacho de la galería, y una forma de cortejar a esta mujer consistía en comprar cualquier cuadro que ella le ofreciese sin importarle el precio por muy alto que fuera. Después de adquirir un picasso, un matisse, un juan gris o un impresionista, Mahmut ben Hasid la poseía. El acto de amor solía acontecer muchas veces en la misma trastienda de la galería. Finalizados los tres o cuatro orgasmos de rigor entre cuadros arrumbados en las paredes, el príncipe se llevaba envuelto cualquiera de ellos una vez extendido el cheque en dólares. La amaba sobre todas las cosas, y como el dinero es amor, el príncipe Mahmut ben Hasid compraba arte como si fuera sexo, y también al contrario, el sexo como si fuera arte, porque este gesto le excitaba sobremanera. Más allá de su pasión por Claude Laval, al príncipe árabe las pinturas no le interesaban nada. Las llevaba consigo para mantener la ficción, pero en el viaje de regreso a su palacio de Riad, unas veces las arrojaba al desierto desde su avión privado y otras las lanzaba desde un Rolls-Royce directamente a la primera duna antes de entrar en la ciudad. En Arabia está prohibido representar imágenes figurativas, aunque éste no era el motivo de semejante proceder, ya que Mahmut ben Hasid también se deshacía de los cuadros abstractos y los tiraba desde las ventanillas para que se los tragara la arena infinita. El príncipe realizaba este acto como una forma de purificarse. Sólo de este modo, al volver a París, su pasión por aquella mujer comenzaría siempre limpia y renovada como el primer día. -Tiene usted que saber que ese tesoro que ha encontrado en el desierto es producto del amor -le dijo la galerista al joyero libanés. -No entiendo. -Sin duda existe un fabuloso museo debajo de la arena que el amor de un príncipe árabe ha creado. ¿Visita a menudo ese lugar de Arabia? -Soy joyero. Tengo clientes en los mejores harenes. -¿Sólo ha encontrado tres cuadros? -preguntó Claude Laval. - Un picasso, un modigliani y un gauguin. ¿Cree usted que hay más? La bella mujer no fue muy explícita, pero ella sabía que el príncipe le había comprado casi un centenar de cuadros de la mejor calidad, pinturas impresionistas, de la vanguardia histórica, cubistas, expresionistas alemanes, surrealistas, abstractos de la escuela de Nueva York y también obras significativas de las últimas tendencias. Ahora todo ese museo estaría enterrado en el desierto de Arabia y cada uno de esos cuadros, cuya compra había sido un acto de amor, habría servido de vástago para que se creara sobre él una nueva duna. Podrían pasar muchos años. Un día cualquier tormenta se iniciaría primero con una niebla muy densa y, dentro de ella, un vendaval rojo comenzaría a aullar. Todas las almas que se encontraran en el interior de ese torbellino serían arrebatadas al infierno mientras las dunas se irían transformando como hacen las mujeres cuando eligen a otro amante. La arena es el azar. Pasada la tempestad, todas las formas del desierto habrían cambiado. Un paisaje se habría ido, otro habría regresado. Tal vez el viento abriría el interior de las dunas como vientres femeninos y en su superficie podrían aflorar unos nenúfares de Monet, unas constelaciones de Miró, unas bailarinas de Degas sobre la inmensidad de las curvas amarillas, e igualmente otros muchos cuadros que habían permanecido varios años enterrados. También pudiera suceder que el azar del desierto dejara para siempre preservado este museo bajo la infinita arena. -Tendré que creerla si usted lo dice -exclamó el viajero Omar Chammas. -Si alguna vez vuelve usted a Arabia no deje de observar los reflejos de las dunas a la hora del crepúsculo. Debajo de la arena hay un tesoro de valor incalculable que se debe al amor de un príncipe. ¿No es así, Linda? Y la mujer le dio otro beso en el hocico a la perra.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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