Bocas del metro
Tarde de vientos. Madrid, soleada como en todo verano, lleva con desabrida entereza el retraso horario, y las siete de la cita eran las cinco en punto en todos los relojes; también en el que consultaba con frecuencia la muchacha ante aquella boca del metro. La circulación rodada se reanima con los que abandonan el quehacer y parten sudorosos camino del piso en el extrarradio, el chalet de la urbanización, el refugio en la cercana sierra, incluso la escapada de 300 kilómetros hasta la playa levantina. Los sincronizados semáforos en la inmediata glorieta propician momentos de calma, como ese intervalo del mar al retirarse, en la marca viva, para volver a su incansable naufragio de espumas en la orilla. El calor acolcha el ambiente, hecho trizas por el petardeo estúpido de una motocicleta con el escape agujereado. Un par de chicas, encaramadas sobre zapatos de ancho tacón desmesurado, se sientan en el borde que circunda la salida; charlan sin cesar, masticando chicle, discretamente maquilladas. Es un secreto de las jóvenes madrileñas, probablemente instintivo, el de aplicar con acierto los recursos cosméticos, que coexisten con los encantos de la adolescencia. Al cabo de un rato, el metro desembarca a otro par de amigas; en el siguiente convoy llegan tres muchachos que se unen al grupo. Falta uno, que se les unirá en un bar, el banco público o ya en la discoteca. También es posible y frecuente que haya una de más. Un hombre, más que maduro, aparece expectante, inquieto. Quizás tenga el coche mal aparcado en las cercanías, por las ojeadas furtivas que dirige a la próxima callejuela. También mira el reloj con gesto de impaciencia y enfado, que se le nota en la cara de comadreja, sobre una tez biliosa. Parece uno de esos tipos mal encarados a los que no dirigen la palabra ni los vendedores de La Farola. Diez minutos después surge apresurada, desde las subterráneas escalerillas, una agraciada mujer de poca edad, encendidas las mejillas por el esfuerzo. El tío avinagrado la coge por el brazo y casi la arrastra hacia el lugar donde hemos supuesto que dejó el automóvil, o puede que hacia una de las muchas pensiones de la zona. En otros tiempos, más hipócritas y funcionales, existían las beneméritas casas de citas para albergar un fugaz turismo comprometido. Cuatro empleados de alguna compañía con horario partido descienden por la boca acogedora, charlando entre sí, balanceando las carteras, imitación de cuero, con tarea precaria que llevan a sus casas durante el fin de semana. Sin duda, son expertos cibernéticos a los que espera el insaciable y misterioso ordenador. Viene más gente que se va. Otras chicas, con el ombligo al aire, parecen dispuestas a emprender, desde tan temprana hora, la cruzada que comienza esa noche y concluirá el domingo por la mañana. O quizás haya una pausa más serena, en la terraza de alguna cafetería, hasta la hora de cenar, y sea en esos momentos cuando se establecen las relaciones y conocimientos, que parecen imposibles en los estruendosos ambientes nocturnos. El universo juvenil es un arcano para los viejos, y no digamos para los padres. A pesar de los 38 grados de esa hora, otra animosa adolescente mantiene empedernida su look particular. Parece una Vampirella descolocada, con panties de malla negra, calcetines de lana hasta la rodilla y botas de montañera, amén de la minifalda negra y una camiseta del mismo tono que, incongruentemente, carece de mangas desde el hombro. No da la impresión de que pretenda pasar inadvertida. Acceden al metro dos inmigrantes africanas que lucen, como un penacho de ébano, el cabello concienzudamente trenzado. Como punto seguido multirracial, una chinita comparece sin vacilaciones. Quizás sea camarera en alguno de los restaurantes cercanos y para ella no ha terminado la semana. La primera muchacha que vimos ha tenido que esperar un buen rato, sin apenas exteriorizar la impaciencia. Al fin llega su compañero. Se besan en las mejillas, y las explicaciones de él han sido pronto amortizadas por el aire de felicidad que de ella emana. Una pareja de edad avanzada emerge, despaciosa, apoyado él en un bastón y ella transportando su exceso de peso. Quizás van a visitar a los hijos, o al cine, o vienen y van a alguna parte. Es el parto continuo que arroja al estival atardecer madrileño nuestro ferrocarril metropolitano.
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