Altea
MIGUEL ÁNGEL VILLENA En los tiempos de la primera barbarie urbanística Altea logró salvar su fisonomía. Encaramado en una colina, con el Mediterráneo al fondo, la punta del Albir a un lado y las montañas del Bernia y el Mascarat cubriéndole las espaldas, el blanco y escarpado casco antiguo de Altea contempló altivo la destrucción del resto del litoral de La Marina Baixa. Variadas razones contribuyeron a preservar el patrimonio natural e histórico de esta seductora villa. Desde luego, no fue la última ni la menos importante que grupos de artistas defendieran durante décadas Altea como una isla, como un reducto de belleza en medio de la zafiedad especulativa, como un recuerdo vivo de una costa majestuosa que fue borrada del mapa por la codicia de muchos nativos y la falta de escrúpulos de legiones de forasteros. A trancas y barrancas, Altea ha escapado hasta ahora de aquella vorágine de rascacielos que inundó pueblos vecinos como Benidorm o Calpe. Pero conviene recordar que el hecho de que el actual presidente de la Generalitat iniciara su meteórica carrera desde la alcaldía de Benidorm no responde en absoluto al azar. Más bien, Eduardo Zaplana y sus políticas encarnan un triunfante modelo de desarrollismo al que se han apuntado y se siguen apuntando, todo hay que decirlo, miles de valencianos deseosos de ganancias fáciles conseguidas al reclamo del sol, las playas y los apartamentos. Y puesto a convertir el litoral valenciano en una inmensa colmena turística, Zaplana ha encontrado una ayuda inestimable en un Julio Iglesias tan amante de su tierra que reside en Miami por aquello de los impuestos. Tanto el político como su bufón han comenzado ya a caminar de la mano de constructores ávidos de dinero con Altea colocada en el punto de mira de sus futuras urbanizaciones. Si entre artistas anda el juego muchos preferimos aquella Altea de los años setenta que simbolizaron Antonio Gades y Pepa Flores-Marisol antes que las promociones de Julio Iglesias.
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