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Lo canónico, lo cremoso y el pluralismo

La cultura contemporánea padece todavía un considerable malestar a causa de la tan embarullada cuestión de la crisis del canon, del derrumbe del valor antaño incuestionable, aceptado de un modo unánime y capaz de actuar como punto de referencia para las creaciones del presente y las venideras. En este contexto conviven, sin demasiados problemas, quienes persisten en conservar estos faros entre el marasmo de indefinición que domina el panorama actual, junto a las más diversas manifiestaciones anticanónicas, supuestamente preparadas para asumir sin complejos este vacío tan caro. Dos recientes aportaciones locales, de talante distinto y bajo el mismo enunciado de El descrédito de la literatura, se han pronunciado -aunque con suficiente astucia y muchos matices- a favor de la importancia de lo canónico para poder navegar entre la tempestuosa creación contemporánea. De un lado, Carlos García Gual ha propuesto la recuperación del saber humanístico, tan denostado en nuestros días, como patrón desde el cual discernir, al menos, qué tipo de aportaciones no son sospechosas de invitarnos a perder estúpidamente el tiempo. A su lado, Xavier Bru de Sala propone mantener una escuálida noción de canon, sostenida en unos principios elementales de calidad, que permita defender la cultura, ante todo, frente a la crueldad del mercado y sus perversos intereses. Lo común de sus reflexiones es pues -a remolque de lo apuntado sobre el tema por las más avispadas escuelas de teoría literaria- una tácita aceptación de que el canon tradicional ya no existe, de que, en realidad, lo canónico siempre fue una mera opinión subjetiva, ofrecida en forma de verdad objetiva. A pesar de tener conciencia de ello, ambos comparten la necesidad de invocar lo canónico, aunque aplacado, para designar el instrumental mínimo con el que acometer el encuentro con una oferta cultural desproporcionadamente voluminosa y variopinta. En el marco específico del arte contemporáneo y con un propósito de mayor alcance (este mismo periódico le dedicó una aparatosa atención en su suplemento Tentaciones), también hemos asistido recientemente a una buena muestra de la actitud, aparentemente más desenvuelta, de asumir la precariedad de nuestro horizonte cultural. Para ello, en esta ocasión se nos ha ofrecido la jugosa operación de ordenar ya no lo indiscutible -lo canónico-, sino, simplemente, lo más cremoso de las nuevas propuestas artísticas. En efecto, el singular libro Cream -publicado por la prestigiosa editorial Phaidon-, en el que diez críticos de arte reconocidos internacionalmente seleccionan a un total de cien artistas contemporáneos, constituye un interesante esfuerzo para ilustrar lo más llamativo, pero, a pesar de enarbolar sólo el juguetón epíteto de lo cremoso, no deja de funcionar como una nueva versión, con tintes de parodia, de los clásicos Who is who?, que ayudaban a aclarar panoramas turbios. Dicho de otro modo, y sin desmerecer en absoluto el interés de este evento -el libro pretende comportarse como una exposición sin paredes-, nos parece que, en rigor, para derrocar definitivamente la noción tradicional de canon, si no era suficiente limitarse a corregirlo, tampoco lo es proceder a distinguir la crema del rancho. El libro al que aludimos, en ningún momento expresa la voluntad de acotar un territorio cultural; sin embargo, es evidente que la selección derivada de este ejercicio, incluso por los meros procedimientos matemáticos -diez eligen diez-, no deja de actuar como una propuesta de referencia que, en su conjunto y de un modo implícito, se basta consigo misma para definir una realidad completa. Es aquí donde, de algún modo, se detecta la vieja inercia de intentar cartografiar la cultura, dibujando unos mapas que señalen a las claras donde es necesario hacer un alto. La irreversible erosión que la categoría de canon ha sufrido en la cultura contemporánea significa, ante todo, que ya no es lícito considerar ningún discurso como hegemónico, de modo que sus logros devengan baluartes impertérritos al paso del tiempo. Y esta definitiva superación de la historia como un sucesivo progreso, capaz de dejar huellas inborrables, la expresa sin tapujos, no lo canónico enflaquecido ni lo humildemente cremoso, sino el pluralismo. Es bajo la práctica del pluralismo que se permite la convivencia entre distintas narraciones o líneas de acción sin jerarquía alguna, donde prevalece el valor de la opinión como tal y abiertamente, aunque en nada sea compartida a causa de ejercer el derecho a disentir. Es cierto que la apología del pluralismo no está exenta de riesgos; muy a menudo se utiliza para justificar la manutención de ideas obsoletas, sin apreciar que su auténtica virtud reside, precisamente al contrario, en obligarnos a una constante elección y a una continua toma de partido con la que construir a diario el presente.

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