Demolición de 'La Pagoda'
No sé con exactitud a qué sección pertenece esta carta, si a la Opinión del Lector para El País Madrid o si tiene un alcance que desborda lo local, pues la demolición de una de las obras más conocidas del arquitecto Miguel Fisac no es precisamente hablar de un suceso madrileño, sino de una pérdida para la cultura española. Escribo estas líneas desde la fría indignación de un ciudadano que ve morir su ciudad día a día y como irritado testimonio personal de quien enseña Historia de la Arquitectura en la Escuela de Madrid desde los días en que el edificio Jorba representaba la novedad, lo heterodoxo, en un esfuerzo constructivo por romper con la atonía dominante.Un reflejo ético me impide mirar hacia otro lado cuando leo en la prensa y compruebo in situ que es cierta la demolición del edificio Jorba, obra de uno de los contados arquitectos españoles que, después de la guerra civil, han salvado con dignidad el difícil y largo silencio de los años cuarenta y cincuenta de nuestro siglo; uno de los pocos arquitectos internacionalmente reconocidos y premiados en aquellos años de aislamiento.
Pero no se trata ahora de ponderar la indiscutible figura y obra de Miguel Fisac, algunos de cuyos edificios forman ya parte necesaria de la historia de la arquitectura española del sigloXX, según se puede leer en concienzudos libros y eruditas tesis doctorales. Lo que más me preocupa es que, dando esto por sentado, los únicos que no se enteran, o no se quieren enterar, sean precisamente los responsables políticos y técnicos que han intervenido en este proceso hasta dar la licencia de demolición, que, casualmente, se hace en tiempo veraniego y poco después de las elecciones del pasado mes de junio. Puro azar.
Me preocupa, oyendo a los responsables técnicos del Ayuntamiento y de la Comunidad, que en su vida profesional jamás habrían hecho una obra como la más insignificante de las proyectadas por Fisac, la indiferente frialdad con que afirman no haber encontrado mérito "suficiente" para la conservación del edificio Jorba. No está, al parecer, en ninguna lista de edificios protegidos, y entonces se aplica a la llamada La Pagoda la misma medicina que a un tingladucho sin interés. Al parecer, ni en el Ayuntamiento ni en la Comunidad de Madrid, ni en el propio Ministerio de Cultura, hay un solo funcionario, un solo político, un arquitecto que, conociendo de antemano lo que ahora se ejecuta a la vista de todos, como gozando de una múltiple y cómplice impunidad, haya dado la voz de alerta sobre el valor real de este edificio en la arquitectura -y, por tanto, en la cultura- española. ¿Nadie reacciona? ¿Qué nos pasa? ¿Es éste un anuncio de lo que puede suceder con la arquitectura de la ciudad de Madrid en los próximos cuatro años? ¿No es responsabilidad de los políticos el velar por los bienes culturales de la ciudad, de la Comunidad y del Estado, cuyo interés, en este caso, es coincidente? ¿Dónde está la Concejalía de Cultura, dónde la Consejería de Cultura, dónde el director general de Patrimonio, el de Bellas Artes? ¿Dónde están tantos y tantos cargos y comisiones que no hacen sino calentar un asiento mientras en la mesa se les enfría el expediente de defensa de edificios como el de Jorba, patrimonio cultural español sin necesidad de una declaración explícita?
Leo cómo se escudan farisaicamente en la letra de la ley, y no en el espíritu de la misma, los responsables-culpables al decir que el edificio Jorba no estaba catalogado, con lo cual no existe respaldo legal para protegerlo. Todos sabemos que hay procedimientos de urgencia para la declaración y protección de un bien cultural amenazado. Pero es que, además, ¿qué hubiera pasado de contar con una protección recogida en un documento público? ¿Lo mismo que a la manzana protegida, pero derribada para dejar paso a la lamentable ampliación del Congreso de los Diputados? ¿Lo mismo que le va a suceder a la Banca Calamarte (nunca palacio Lorite), primero declarada de interés y luego descatalogada para ampliar el Banco de España? Vergüenza.
Cuando existe voluntad política de salvar las cosas que representan bienes culturales consolidados de alcance general no hacen falta catálogos ni listas teóricamente protectoras; hace falta un político, una cabeza con un mínimo de finura intelectual, un equipo de técnicos que no sólo coteje listados, que siempre serán incompletos y parciales, sino que tenga capacidad de reaccionar frente al reto diario que supone, en este campo, la salvaguardia de la arquitectura de la ciudad. Esto también da votos, señor alcalde.
Un día se debería contar cómo y quiénes forman estas comisiones de Patrimonio a lo largo y ancho del Estado para ver su grado de dependencia política, al margen de su probada ignorancia, con todas las excepciones que confirmarían la regla.
De su exacto conocimiento se deriva la situación real del patrimonio español.- . Catedrático de la Escuela de Arquitectura de Madrid.
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