Demolición
Ignoro si La Pagoda de Fisac reunía los méritos para ser un edificio protegido. Reconozco mi incultura para valorar si cumplía las condiciones técnicas de singularidad o los méritos artísticos exigibles para beneficiarse del amparo que la Administración otorga a los inmuebles que pretenden hacer perdurar en el tiempo. No poseo los conocimientos para pontificar sobre el particular y no lo haré, pero sí creo tener el derecho a proclamar, al igual que estoy seguro lo harían muchos cientos de miles de madrileños ignorantes como yo, que lamento profundamente lo que la piqueta está haciendo con ese edificio. Y no lo siento porque se pierdan los magníficos petos de hormigón alabeados con que fue construido, ni las bandejas afiladas de sus forjados que los expertos admiraron en su estructura. No, yo lo siento porque me parecía un edificio bonito, elegante y, desde luego, original.Y lo siento también porque estaba catalogado en mi cerebro como un emblema de las pretensiones de modernidad y desarrollo económico que en los años sesenta representaba para Madrid aquella zona de acceso al aeropuerto en que fue levantado. Sé además que no era un inmueble del montón, una construcción que pasara inadvertida. A cualquiera que pasara por allí o saliera o entrara por la carretera de Barcelona se le iba la vista hacia esa estructura aparentemente más propia de la ciudad de Kioto que de un paraje urbano de la meseta castellana. Los expertos, los que saben mucho de urbanismo y arquitectura, y por eso mandan en los estamentos burocráticos de la Administración que se encargan de ello, no tuvieron en cuenta nada de eso. Tal vez los enormes conocimientos técnicos que atesoran les hayan impedido apreciar otras sensibilidades.
Quiero pensar que fue así, y no que pueda haber en su determinación inquinas profesionales, ni un interés partidista por denigrar la labor de Miguel Fisac, ni mucho menos la maquiavélica persecución del Opus Dei que denuncia el propio autor por haber abandonado la Obra de la que fue socio fundador.
Todo será probablemente bastante más sencillo y, por tanto, inquietante por lo que supone que la maquinaria oficial haya consentido la demolición de un edificio tan especial sin que ni siquiera chirriaran sus engranajes. Aunque el Ayuntamiento trataba ayer de parar el golpe hablando de la posible reconstrucción en otro lugar, al principio se limitó a lamentar la demolición argumentando que, al no estar catalogado el edificio, no tiene respaldo legal para impedirlo. Una afirmación que contrasta con la que hace diez años manifestó su antecesor Juan Barranco con respecto al palacio de Lorite cuando aseguró que para derribarlo tendrían antes que pasar sobre su cadáver. Y no lo derribaron, y probablemente aquello también fue un error porque, así como para la mayoría de los ciudadanos resulta fácil recordar cómo era y dónde estaba La Pagoda de Fisac, muy pocos, por no decir casi nadie, sabrían decir cuál es el palacio de Lorite. Ese edificio que lleva el nombre de su autor fue adosado al del Banco de España el año 1920. José de Lorite era un arquitecto municipal al que una entidad bancaria de la época encargó una construcción que permitiera combinar la instalación de oficinas con pisos de lujo. No es, por tanto, tal palacio sino un inmueble de uso mixto que, aunque de noble y correcta factura, no tiene mayores encantos arquitectónicos. Esto desde una visión aislada, porque si lo contemplamos como elemento añadido al Banco de España, cualquiera puede ver que es un pegote. Ahora, y después de un largo litigio urbanístico en el que el Ayuntamiento, en contra del criterio de la Comunidad de Madrid, se oponía a la descatalogación solicitada por la institución financiera, hay un acuerdo para derribar dicho edificio y acabar de forma armónica la manzana del Banco de España. Aunque haya habido que esperar 10 largos años, es una solución razonable para cualquiera, sea experto o profano, solución que no supieron o no se molestaron en buscar quienes sentenciaron a muerte La Pagoda de Fisac. Los eruditos del urbanismo olvidan a veces que los edificios se construyen para las personas en general, no sólo para ellos, y que, por tanto, en los criterios de protección ha de contar lo que significan para la gente. Es de sentido común.
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