La agonía colombiana
EL GOBIERNO del presidente Pastrana lucha desesperadamente para salvar un proceso de paz con la guerrilla de las FARC que en realidad ni siquiera ha comenzado. Presionado por el Ejército, que considera que se han hecho demasiadas concesiones a los sublevados, y también por una opinión pública cada vez más escéptica sobre unas conversaciones que debían comenzar hoy y que han sido pospuestas sine die, los negociadores del poder colombiano van a hacer la que puede ser una última tentativa el próximo día 30, en una reunión sin orden del día conocido, para tratar de encarrilar un tren para el que no se ve claramente estación de llegada.El aplazamiento actual -el segundo que se produce este mes- parece más atribuible en lo inmediato al Gobierno que a las FARC, pero está justificado que sea así como consecuencia de la despiadada ofensiva guerrillera de días pasados contra Bogotá, y, aún más significativamente, por el uso que están haciendo los insurrectos de la llamada zona de despeje, los 42.000 kilómetros cuadrados de selva, poblados y caseríos entregados a los hombres de Manuel Marulanda como en propiedad temporal para que éstos se avinieran a negociar. Los guerrilleros, obrando como un poder soberano, han ido recluyendo allí a sus últimos secuestrados, entre ellos varias docenas de soldados, al tiempo que aplicaban la pena de muerte, en un remedo de legalidad, a quien les parecía conveniente.
Por todo ello, Pastrana exige ahora la entrada en acción inmediata, y con amplios poderes de verificación, de una comisión internacional que llevaría a cabo una veeduría - como se dice en el excelente castellano del país- de lo que está pasando en la zona despejada. Eso es lo mínimo que el presidente precisa para contrarrestar las críticas de todos aquellos que subrayan que el Estado ha evacuado un territorio -con una extensión equivalente a la de Extremadura- sin obtener a cambio no ya un alto el fuego, ni siquiera un atisbo de voluntad de paz. La guerrilla, que en mayo dio su visto bueno inicial a un posible alto el fuego, parece haber perdido ahora toda urgencia sobre el asunto.
Hay que preguntarse si estamos asistiendo a la agonía de este peculiar y nonato proceso de paz, y con ello a la destrucción virtual del mandato del jefe del Estado, que todo lo había fiado al inicio de las conversaciones con las FARC. El hecho de que los insurrectos, por otra parte, estén evacuando estos días San Vicente del Caguán, su capital en las provincias abandondas por policía y Ejército, podría apuntar a que se espera una ofensiva militar generalizada si no comienzan en serio de una vez las conversaciones.
Por toda la esperanza que suscitó la jura de Pastrana el pasado 7 de agosto, hay que aprobar que el presidente conservador juegue su última carta dentro de diez días. Pero recordemos también que con demasiada frecuencia la opinión colombiana y el juicio exterior de lo que sucede en el convulso país latinoamericano se han acomodado a una sucesión indefinida de últimas oportunidades. No hay que descartar por ello que todo lo actuado hasta ahora puede haber sido perfectamente inútil. Y si así fuera, no hay por qué empeñarse en avanzar por lo que tal vez es una vía muerta. Colombia no puede pagar indefinidamente el precio en frustración y fracaso de perseguir una quimera. Para llevar adelante el diálogo siempre hace falta la voluntad de dos.
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