El Jardín de Eros. ¿Por qué? PEP SUBIRÓS
Es bien conocida la anécdota del crítico cinematográfico que, tras asistir al estreno de una película auténticamente infumable, se limitó a escribir y publicar en su reseña habitual: "Anteayer se estrenó en el cine A la película B. ¿Por qué?". Confieso que después de visitar la exposición Jardí d"Eros. Art eròtic en col.leccions europees, que desde hace unos días y durante los próximos cuatro meses (!!!) se exhibe en el palacio de la Virreina y en el Centro Cultural Tecla Sala, me asaltó una pregunta análoga, con el agravante de que en este caso no se trata del engendro de un productor particular dispuesto a arriesgar su dinero, sino de un proyecto avalado y financiado por los ayuntamientos de Barcelona y L"Hospitalet. El problema no es que algunas de las obras presentadas puedan, según se nos advierte a la entrada de la exposición, "ofender la sensibilidad del espectador". El problema es que toda buena exposición temática necesita partir de alguna idea mínimamente sólida, y ofrecer algún punto de vista singular, que estimule la inteligencia y enriquezca la capacidad perceptiva del visitante. En el caso del erotismo, la exigencia debería ser, si cabe, mayor. Cada uno tiene su experiencia personal del tema, feliz y / o infeliz, placentera y / o dolorosa, reveladora y / o cegadora, pero en todo caso profunda e intensa. En este sentido, si uno se atreve a abordar el erotismo, así en general, como tema, se supone que es porque tiene una mirada especial que proponer, algo distinto a lo que la tentacular industria del entretenimiento y la publicidad, departamento fálico, nos ofrece cotidianamente. Lo que Jardí d"Eros nos presenta, sin embargo, es un batiburrillo de 400 piezas -eso sí, en algunos casos debidas a artistas de prestigio cuyas firmas se utilizan como coartada cultural-, una pretendida orgía visual en la que un puñado de obras potencialmente interesantes quedan perdidas, deformadas y ahogadas en un océano de imágenes perfectamente digeridas y comercializadas por el "todo vale" posmoderno, tan o tan poco sugerentes y provocativas como las que a diario nos sirve a domicilio cualquier programa televisivo de medianoche. Un amasijo, en fin, cuya propuesta de ordenación -bajo 21 epígrafes tan asistemáticos y heterogéneos como Clasicismos, Crucifixiones, La mirada expresionista, El universo de la prostitución, Sade, "Pixaneres i caganeres", El "kitsch" i las artes populares, etcétera- sólo puede responder o bien a un caos mental francamente preocupante o a un desprecio total hacia el arte, los artistas y el público. En la más benévola de las interpretaciones, la exposición es de una trivialidad apabullante. Aunque un folleto explicativo -por el momento no hay catálogo- nos informa de que Jardí d"Eros "no es una exposición académica ni convencional y, sobre todo, no es un sex shop", lo cierto es que si a algo se parece es a un sex shop con pretensiones -fallidas- de exposición académica y convencional, un supermercado del sexo en cuyos estantes se mezclan indiscriminadamente lo trascendente y lo anecdótico, la angustia y el entretenimiento, la investigación y el comercio, a través de imágenes cuyo único denominador común es el de ir al grano. Nada de alusiones, sugerencias, rodeos, derivaciones, pérdidas de tiempo. El asunto puro y duro. Aunque tengan prohibida la entrada, esta es en realidad una exposición para adolescentes solitarios. Como ha dicho Edmund White, en la adolescencia uno recurre a la pornografía como sustitutivo de la experiencia real, mientras que de mayor, uno tiende a usar la experiencia real como sustitutivo de la fantasía. Lejos de invitarnos, por ejemplo, a una exploración más profunda y madura de ese misterio infinito que es la libido, o de ese proceso mágico que es la seducción, Jardí d"Eros nos marea con las numerosas pero finalmente limitadas y reiterativas posiciones y modalidades que la polimorfa actividad sexual humana puede llegar a adoptar. ¡Vaya descubrimiento! El despropósito de la exposición alcanza su cenit con la proyección de tres peliculitas rigurosa y vulgarmente pornográficas cuyo valor y singularidad artística consiste, en un caso, en llevar la firma de Man Ray y, en los otros dos, en haber sido supuestamente encargadas por el rey Alfonso XIII para su solaz particular a los hermanos Baños, pioneros del cine en Valencia. De modo que salimos de la francachela habiendo aprendido, eso sí, que a Man Ray y a Alfonso XIII también les iba la marcha. Estupendo, ¿y qué? En fin, ¿qué puede haber inducido a que unos centros culturales públicos empleen sus escasos recursos -es decir, los nuestros- en montar durante cuatro meses un sucedáneo de sex shop, es decir, el sucedáneo de un sucedáneo? La única respuesta que se me ocurre es que algunos responsables institucionales ya no saben qué hacer para intentar atraer público a las exposiciones que organizan o patrocinan. Pues bueno, puestos en este plan, y dado que la competencia del sector privado es muy dura, deberían haberse informado y documentado mejor. Deberían, por ejemplo, haber cruzado La Rambla y penetrado, nunca mejor dicho, en un pequeño negocio llamado Museo de la Erótica de Barcelona. El invento es tan cutre que casi resulta enternecedor: recortes de revistas pornográficas sobadas, teléfonos eróticos con onanismos enlatados, postales de un amarillo sospechoso, burdas tentativas de arte contemporáneo e imitaciones de todo lo imitable -ánforas griegas, pinturas rupestres, relieves y serígrafías hindúes...- siempre que incluyan alguna imagen de sexo explícito, vídeos de Pamela Anderson en plena faena, etcétera, todo ello acompañado de la parafernalia objetual propia de la industria del sexo. Es decir, todo bastante parecido a lo que estos días se puede ver en la acera de enfrente, pero sin pretensiones ni grandes firmas con las que legitimar los restos de pornofilia adolescente que casi todos -por lo menos los varones- arrastramos. De haber efectuado esa visita-penetración, nuestros guardianes culturales habrían descubierto las joyas de la corona que ahora presentan como gran revelación en la Virreina: en una de las salitas del Museo de la Erótica un televisor enorme escupe non stop El ministro y El confesor, las dos famosas peliculitas de los hermanos Baños con que al parecer se entretenía Alfonso XIII. De modo que, al fin y al cabo, y puestos a montar sucedáneos, tal vez no sea ningún despropósito que el antro se autodefina pomposamente con el otrora noble título de museo.
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