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La guerra de Kosovo y el sopor de España

FRANCISCO RUBIO LLORENTELlegados adonde estamos, no parece que tenga mucho sentido seguir insistiendo en los horrores causados o suscitados por la intervención de la OTAN en Kosovo, o en su trágica inutilidad, si el fin de tal intervención era, como se dijo, el de lograr una convivencia pacífica de serbios y albaneses en esa provincia, sin separarla de Serbia. La evidencia de los hechos se estrella siempre contra un razonamiento que no cabe rebatir, porque está apoyado en un futurible: lo que hubiera pasado si la OTAN no hubiese acudido a las armas. En espera de que la historia dirima el litigio, si alguna vez lo hace, mejor es callar. Hay, sin embargo, otras perspectivas desde las que tal vez tenga aún sentido seguir hablando de Kosovo, y entre ellas, la de nuestra Constitución, que es tanto como decir la de nuestra democracia, de la que aquélla es simple forma. Muy seguro tampoco es, por razones que al final se dirán, pero en todo caso vale la pena intentarlo.

Si guerra significa en nuestra lengua "lucha armada entre dos o más potencias, o entre bandos de una misma nación", según la definición que del término da la Academia, guerra ha sido lo de Kosovo. Por si no bastase la autoridad de la Academia, la conclusión puede fundamentarse también en la autoridad militar. En unas declaraciones recogidas por un belicista corresponsal de este periódico, el general Wesley Clark, que es quien mejor puede saberlo, dijo que para él y sus hombres no había duda alguna de que era guerra lo que hacían, aunque políticos y juristas lo negaran. Y si guerra ha sido y en guerra hemos estado, hay alguna razón para sorprenderse de que toda ella haya podido transcurrir al margen de lo que para el caso dispone la Constitución, sin que nuestros representantes hayan reparado en ello, o lo hayan hecho sólo de modo marginal. De que hayamos entrado en guerra sin que las Cortes autorizasen al Rey (es decir, al Gobierno) para hacerla, e incluso de que se haya aceptado también en paz, como cosa natural e inevitable, que en el futuro será siempre así, al menos en aquellos casos en los que, Dios no lo quiera, la OTAN decida volver a las andadas. Hace unos pocos días, este periódico daba cuenta de la existencia de un sesudo documento de cuarenta páginas en el que el Gobierno anuncia a las Cortes su firme propósito de informarlas, tan pronto como le sea posible (es decir, después de que la CNN lo haya hecho), de las acciones armadas emprendidas por nuestras fuerzas en el extranjero, pero también de no pedirles autorización para emprenderlas. Si ese documento ha suscitado alguna reacción, poco eco ha tenido.

Antes de seguir adelante conviene precisar que esa mansa aceptación de la marginación de las Cortes en las decisiones concernientes a la guerra no puede justificarse, aunque algunos lo hayan intentado, con la estupenda idea de que no ha existido porque la Constitución no la impone. Es verdad que nuestra Constitución (como casi todas las demás de Europa, anteriores o posteriores) sólo se refiere a la declaración de guerra, pero declarar la guerra no es sino tomar la decisión de emplear las Fuerzas Armadas propias contra un Estado extranjero, sean cuales fueren las razones que impulsan a ello o la forma en la que se hace, y esa decisión requiere en nuestra Constitución la autorización previa de las Cortes. España no formó parte del "grupo de contacto" (uno más de esos poderes fácticos que hoy gobiernan el mundo por decisión propia) que lanzó el ultimátum a Serbia, pero, como miembro de la OTAN, participó, en pie de igualdad formal con los demás miembros de la organización, en la decisión del Consejo Atlántico de iniciar las hostilidades contra ella. No hemos ido solos a la guerra ni hemos aportado a ella un esfuerzo comparable al de los Estados Unidos, pero desde el punto de vista jurídico es tan suya como nuestra. La buena compañía en la que iba no excusaba a nuestro Gobierno de las obligaciones que la Constitución le impone.

Como la cosa es bastante obvia, esa justificación basada en una interpretación tan vergonzosamente literal del artículo 63 de la Constitución parece haber quedado en el olvido y la actitud de nuestro Gobierno tiende a explicarse ahora, si entiendo bien las oscuras declaraciones de unos y de otros, con dos argumentos que no la toman en cuenta: el de que nuestra participación en la intervención armada estaba previamente autorizada por ser una obligación que asumimos al incorporarnos a la OTAN y el de que la tal intervención no es guerra, aunque lo parezca.

El primero tendría algún peso si se tratase de acciones defensivas, que son las que nos obliga a emprender nuestra pertenencia a la organización cuando alguno de sus miembros sea atacado dentro de la zona definida por los artículo 5 y 6 del tratado que la crea; no tiene ninguno en el caso de acciones ofensivas como la llevada a cabo contra Serbia. Cuando en 1981 se discutió nuestra incorporación a la Alianza prevaleció la tesis de que la adhesión no entrañaba cesión alguna de soberanía, porque el eventual acuerdo del Consejo Atlántico del que podría resultar el inicio de la guerra, además de adoptarse, como todos los de este órgano, por consenso, no sería otra cosa que un juicio de hecho, la simple verificación de que se había producido una situación que de antemano las Cortes habían definido como casus belli. La opinión es discutible, dadas las características reales del consenso, pero puede sostenerse en la medida en la que se aplique sólo a nuestra obligación de acudir en defensa de nuestros aliados, con independencia de que España formara parte o no de la famosa estructura integrada de mandos, en torno a la cual se tramó la trapisonda que concluyó el 13 de noviembre de 1996, en una sesión del Congreso de los Diputados muy expresiva de la triste realidad de nuestra vida parlamentaria. (El improbable lector curioso puede estudiarla en el Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados número 38, de 1996; me permito recomendarle una especial atención a las páginas 1.674 y 1.695, en las que encontrará declaraciones de los señores González y Aznar, convergentes en la finalidad y paralelas en el desprecio por la verdad). Pero hayan sido los que hayan sido sus fines y justificación reales, la guerra de Kosovo no ha sido una guerra defensiva, sino ofensiva. Al decidirla, el Consejo Atlántico no pudo anterior apoyarse en el Tratado de Washington por la simple razón de que ninguno de sus miembros había sido atacado, en Europa o fuera de ella, ni en ninguna otra norma del derecho internacional, que la decisión ha violado de modo palmario. Por eso, para contribuir a adoptarla a través de nuestro representante en ese consejo, el Gobierno español debió solicitar autorización de las Cortes, como ya antes se dijo. El primer argumento es, en definitiva, inservible.

Es tal vez la conciencia de su inutilidad la que ha llevado a nuestros políticos del Gobierno y de la oposición, del interior o exportados, a emplear otro, que se resume en la notable idea de que la guerra no ha sido guerra porque no coincide con lo que la Constitución llama así. No siendo guerra, la intervención armada sobre el territorio de un país extranjero es una acción ordinaria de política exterior, competencia, por tanto, del Gobierno, que no necesita de autorización alguna para llevarla a cabo. El argumento descansa sobre el supuesto implícito de que hay un concepto constitucional de guerra que no coincide con el contenido que este término tiene en el léxico ordinario, y como tal supuesto no tiene apoyo alguno en el texto de la Constitución, los autores y usuarios del argumento se esfuerzan por encontrarle otro fundamento. Para algunos, la guerra real no ha sido guerra constitucional porque no enfrentaba intereses nacionales; para otros, porque no ha sido decisión de un Estado aislado, sino colectiva; para otros, por fin, porque ha sido una acción unidireccional en la que nosotros y nuestros aliados lanzábamos bombas sobre Serbia sin correr el menor riesgo de que Serbia las lanzase contra nuestro territorio o nuestros ejércitos. Quizás no sean tres fundamentos distintos, sino más bien tres facetas distintas de un fundamento único (y falaz) que sus inventores utilizan según las conveniencias.

La atribución a los términos utilizados en las normas jurídicas de un significado que no es el léxico, cuando no tiene apoyo en las normas mismas, es un truco de rábulas intolerable en juristas serios, como se supone que son o deberían ser los que asesoran a nuestros hombres de Estado. Pero además, como todo truco, requiere talento. Como a menudo se dice, sofista no es quien quiere, sino quien puede, y la voluntad de los autores del argumento parece más fuerte que su capacidad. Es ridículo afirmar que no existen intereses nacionales enfrentados, aunque ninguno de ellos sea el nuestro, en una guerra que termina con la cesión de una parte del territorio a uno de los bandos enfrentados en una guerra civil entre dos nacionalismos. Es grotesco sostener que no hay guerra porque la decisión de emprenderla la toman por consenso quince Estados, y no uno solo de ellos (sin entrar a discutir, una vez más, el significado del consenso y el origen real de la decisión, apenas velados por eufemismos de los que la prensa norteamericana suele prescindir). La única razón con apoyo en la realidad es la última, la de que no hemos hecho guerra porque no hemos corrido riesgos, pero es una razón inquietante.

Según una opinión extendida, la guerra de Kosovo ha sido, en efecto, un hecho histórico universal al que se debe atribuir el mismo significado que para Goethe tuvo la batalla de Valmy. Ha sido el inicio de una nueva era en la historia de la humanidad en la que los Estados civilizados (y poderosos) sólo recurrirán a la fuerza para imponer el respeto a los derechos humanos e implantar la democracia en el mundo entero, sin detenerse en bagatelas jurídicas ni dejarse paralizar por el respeto a la soberanía estatal. En ese futuro luminoso pueden darse, sin embargo, como es claro, dos situaciones distintas. Si los Estados bárbaros, por sí mismos o con el auxilio de aliados poderosos, tienen fuerzas suficientes para responder en especie a los que intentan hacerlos entrar en razón habría guerra para todos (eventualmente incluso guerra atómica) y la decisión de los Estados virtuosos pondría en peligro los derechos humanos de sus propios ciudadanos a la búsqueda de la felicidad e incluso a la vida, con lo que ellos mismos estarían actuando como bárbaros. Sólo si se da la otra situación posible y los bárbaros son tan débiles que no pueden usar la fuerza contra los paladines de los derechos será la acción armada de éstos unidireccional; será guerra para quienes la sufren, no para quienes la hacen, cuyos Gobiernos estarán por eso dispensados de solicitar autorización alguna para acometerla.

Y así ha sido en Kosovo. Lo nuevo en lo allí sucedido no es que los mandos militares hayan hecho lo posible por no tener bajas en sus filas, pues eso es para ellos un deber deontológico elemental, sino que nuestros políticos sólo hayan decidido causar destrucciones y muertes en territorio serbio cuando han estado razonablemente seguros de que nosotros no sufriríamos destrucciones ni muertes, y serían pocas, si algunas, las de nuestros ejércitos profesionales. Por eso, la intervención no ha sido guerra, y ése es el motivo de que no haya sido necesario solicitar la autorización de nuestros representantes para hacerla. La acumulación de contradicciones es interminable. La no-guerra hecha en defensa de los derechos humanos parte del principio de que no todos los humanos son iguales; la defensa de la democracia con las armas permite prescindir de las condiciones que la Constitución democrática impone para utilizarlas, etcétera.

Dicho lo dicho, también es verdad que, aunque las Cortes hubiesen intervenido, nada habría cambiado, que para la mayoría de los españoles eso carece de importancia y que es seguro que para una buena parte de ellos, mientras estemos del lado de los fuertes y podamos bombardear sin temor a ser bombardeados, todo está bien. Quizás tengan razón y este artículo sea inútil, pero si la tienen, ¿cuál es la razón que justifica la guerra contra Serbia?

Francisco Rubio Llorente es catedrático de Derecho Constitucional.

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