Lo performativo y lo indiciario JOSEP RAMONEDA
Socialistas y convergentes tratan de disipar sus temores expresando en voz alta sus deseos. Los socialistas afirman que la ola del cambio ya se ha puesto en marcha y que no dejará de crecer. Y los convergentes aseguran que aquí nunca pasa nada y que cada vez que los socialistas han ganado las municipales ellos han contestado con contundencia en las autonómicas. Al decir de los socialistas, están ya pisando los talones a Pujol, con más votos pero todavía con algún escaño menos. Y si oímos a los convergentes, su electorado está reaccionando y les recompensará el mal trago de las municipales con un aumento de escaños en las autonómicas. Nada humano es ajeno a los políticos. Como todos, aunque procuren disimularlo, viven sobre el síndrome de la inseguridad. Convirtiendo sus deseos en verdades incontestables buscan dos objetivos: la protección psicológica y la acción preformativa. No siempre lo consiguen. Al repetir machaconamente la convicción de que van a ganar, a menudo se lo acaban creyendo con una doble consecuencia: van profundizando en la pérdida del sentido de la realidad, con evidentes riesgos sobre su campaña, y van aumentando las expresiones de sectarismo ante aquellos que contradicen sus certezas. Es cierto que el engaño es beneficioso para la moral del equipo, pero estos estados de ánimo artificiales son muy precarios; cualquier signo negativo inesperado puede provocar un derrumbe súbito. La eficacia de la acción preformativa, de que como consecuencia de repetir que van a ganar la ciudadanía les dé la victoria, tiene todavía una limitación más clara: sólo hay uno, el que gana, que pueda presentar el método como exitoso. No son, por tanto, los periodos de campaña momentos dados a la reflexión y a la serenidad discursiva. La voluntad preformativa de los partidos pesa sobre los medios de comunicación convirtiendo las campañas electorales en una especie de estado de excepción en que es más díficil que nunca escarbar en la realidad ante tanto ruido. De hecho, la política tiene mucho de capacidad de imposición de un relato. De saber explicar una historia que la ciudadanía acepte como marco verosímil para seguirse encontrando durante un tiempo. En los lugares en que la alternancia es un hecho común cabe distinguir entre el relato marco y los subrelatos propios de cada opción política. Pero en la política catalana el relato pujolista ha sido hegemónico desde la recuperación de la autonomía. Hegemónico es aquello que define lo políticamente correcto, que obliga a los demás a situarse en referencia a su discurso y con miedo a correr el riesgo de cuestionarlo. El marco común y el marco particular se han confundido muchas veces durante estos 20 años: por la peculiaridad de la situación del país, por la capacidad de Pujol para crear una identificación entre él y la institución, por el miedo de los demás a quedar en fuera de juego si se salían del territorio marcado por el president. El resultado ha sido la aceptación tácita de que Pujol tiene sitial perpetuo al frente de la procesión y que las demás cofradías se situaban a su estela. Hasta el punto de que la izquierda, confortada además con sus éxitos en las municipales y en las legislativas, ha afrontado la situación con lamentable fatalismo. Todo equilibrio tiene su punto de saturación, y hay indicios de que nos acercamos a él. La ciudadanía, los grupos de poder civil, han empezado a perder el miedo y a sentir la hegemonía nacionalista como una costra que cerraba más horizontes de los que abría. Lo doctrinario cansa. El uso y abuso del factor nacionalista como referencia permanente se ha convertido en un factor de descrédito, en una sociedad civil que se pirra para que sus hijos hablen inglés y que hace mucho tiempo que piensa más en consumir que en rezar. Independientemente de cuál sea la verdad preformativa que triunfe en las próximas elecciones, tengo la impresión de que el corsé nacionalista ha empezado a perder la capacidad de contener a la sociedad catalana, y que entramos en una fase en que las verdades nacionalistas dejarán de ser verdades intocables. Cada vez será más inútil utilizarlas como coartada para conseguir o conservar el poder. Cada vez la retórica de los agravios servirá menos para ocultar deficiencias en la obra de gobierno. Si marco común debe haber, que sea liviano. El relato nacionalista siempre abruma por su peso, cae sobre los países con una fuerza que sorprende cuando se analiza la simplicidad de su contenido. Entre la presión preformativa de los partidos y la mayor visibilidad de los desajustes en el sistema de poder con el que el pujolismo había roturado el país, a los medios de comunicación les espera una campaña de alto riesgo.
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