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Tribuna
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Algo tiene, algo tiene...

El deseo secreto de todo compositor es, desde luego, además de lograr una obra coherente estéticamente, que esa obra suene potente y que además defina un lenguaje personal; pero, más allá, llegar a conseguir que ese lenguaje sea un vehículo de comunicación. Esto no implica necesariamente acceder a las grandes masas de público, sino, sobre todo, ser aceptado, interpretado y, si puede ser, defendido por tus propios colegas: los músicos.

Joaquín Rodrigo no ha sido, desde luego, una referencia obligada para esos compositores y músicos españoles que han tenido siempre el ojo (o la oreja) puestos en las más modernas corrientes de vanguardia, preferiblemente extranjeras, escuelas a lo Darmstadt Donaneschigen y esas cosas. Pero ha conseguido algo muy difícil: ser el más universal de todos nuestros compositores.

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De la Luna a Japón

Desde la Luna a Japón, pasando por la trompeta del legendario Miles Davis o por los dedos prodigiosos del monstruo Paco de Lucía (de cuya versión del Concierto de Aranjuez alguien ha dicho que lo único malo que tiene es que Rodrigo dijo que no le había gustado), el maestro valenciano no ha dejado de viajar por el mundo y por el tiempo, fascinando a unos y dejando a otros mirando al mar de piedra de Cuenca. Haciendo música desde la interioridad más radical, permaneciendo ajeno a modas y corrientes, y desgranando una a una las fuentes del folclor, Rodrigo ha alcanzado los espacios más insospechados. Lo ha hecho desde la fascinación extranjera, casi siempre, y a menudo desde el rechazo de algunos españoles, porque hay todavía muchos músicos nuestros que no se encuentran en ese tan personal lenguaje de Rodrigo.

En estos círculos de raros se ha oído decir incluso que una vez Rodrigo quiso venderle a Mompou medio jamón que le acababan de regalar. Pero como diría la joven cantaora Marina Heredia, que sabe más de música que un alemán estudioso, "esa música algo tiene, algo tiene...".

Con todos nuestros respetos, y sin querer pecar de irreverentes ni de provocativos, ya quisiéramos todos (envidiosos, alemanes, vanguardistas y castizos), tener una pequeña brizna del olor del finísimo jamón ibérico de Rodrigo en nuestra música. Es decir, que no hay duda. Las estrellas le fueron propicias al Maestro. Cogió un pueblo de Madrid, lo metió en una partitura y lo llevó hasta la Luna. Un mérito bastante grande, que diría el gran Chano Lobato. Y, dicho esto, saben ustedes, a mí Rodrigo me gusta.

Mauricio Sotelo es compositor.

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