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6.000 millones

PEDRO UGARTE Lo que nos espera al final del presente ejercicio es el gran fetiche del calendario: el año 2000. El número más redondo que sin duda viviremos los actuales habitantes del planeta. Pero una cifra aún más contundente se va a adelantar algunos meses al infaustop acontecimiento. Según anuncia el Fondo de las Naciones Unidas para la Población, el próximo mes de octubre la Tierra alcanzará los 6.000 millones de habitantes. Nunca fuimos tantos, y nunca hubo que hacer tan poco para entrar colectivamente en el Libro Guiness de los Récords. Jamás este planeta había alcanzado semejante volumen de residentes. Somos muchos (posiblemente demasiados) y crecemos a una media de 77 millones de habitantes por año. Hace apenas 70 años la humanidad constaba de 2.000 millones de almas, según contabilidad de la vieja Rusia de los zares, pero ahora las almas se han multiplicado por tres, y cada una trae consigo su íntimo porcentaje de esperanza y, por supuesto, su propio cuerpo, con apremiantes y lógicas necesidades de espacio, abrigo y alimento. Cualquier constructor con amplitud de miras se estaría frotando las manos de no ser por un pequeño detalle: más del 90% de los nacimientos se producen en países subdesarrollados, donde los chalets adosados y los pisos con vistas a la playa aún no hacen furor. Es cierto que cada vez se construyen más pisos y más adosados, pero parece que crece en mayor medida la demanda de cabañas, de favelas, de tiendas de campaña, con vocación provisional, donde sin embargo muchos tendrán que pasar toda una vida. El mundo rebosa de alegres infantes con ojos achinados o piel tostada que reclaman su legítimo lugar entre nosotros. Alegres subdivisiones podrían hacer más gráfica la dimensión del problema: cada mes el padrón planetario avanza en más de seis millones de habitantes, cada día lo hace en más de 200.000 personas. Uno cierra y abre los ojos y los arrabales de Lima, las barriadas anárquicas de El Cairo, los pueblos dormitorio de Johanesburgo, han agrandado un poco. Uno cierra y abre los ojos y hay un montón de nuevos niños que piden algo de comer, que piden, con un poco de suerte, una caja de cartón para jugar. En los países desarrollados desciende el número de nacimientos. Incluso muchas parejas que lo desean tienen dificultad en concebir. Es una nueva caída del imperio. Nos vamos a extinguir de puro viejos. El viejo pueblo vasco, en concreto, resulta muy aguerrido para ciertas cosas, salvo para asegurar su supervivencia con nuevas generaciones: tenemos uno de los índices de natalidad más bajos de todo el mundo. Para qué puede servir promocionar tanto el euskera si pronto no podremos transmitírselo a nadie. La reciente paternidad ha puesto al que escribe en el disparadero de mudar muchas de sus costumbres. De ser, como dijo de sí mismo el maestro Alcántara, un "viejo lobo de bar", el que escribe frecuenta ahora los días luminosos y los parques. De pronto parece que esos niños que nunca veía se multiplican ahora alrededor de los columpios. Pero es una impresión equivocada, que disipa cualquier vistazo a la rigurosa estadística. No nos podemos quejar. A falta de herederos tendremos que ceder a alguien la posesión de nuestra vasta sociedad de la opulencia, quizás a todos esos niños que nacen sin cesar muy lejos, pero que se merecen sin duda ese futuro que nosotros no supimos dar a otros. Ya pasean por los parques jóvenes parejas que llevan de la mano a pequeños venidos de remotos continentes, dispuestos a recibir todo el cariño que les faltó en otro sitio. Es un tracto generacional distinto al de otras épocas pero no menos necesario. Aquí hay que repartirse el pan. Quizás el contraste demográfico entre los países ricos y los pobres sólo sea, a largo plazo, un modo insospechado de administrar justicia, los torcidos renglones que Alguien escribe para obligarnos a andar derechamente.

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