Oratoria electoral
En verdad parece justo y necesario proclamar que la democracia es la forma menos mala de gobernarse los pueblos. Y aún sería más proclamable si, para que marche, no fuera preciso atravesar cada poco una campaña electoral, esa dantesca "selva selvaggia e aspra e forte/ que nel pensier rinova la paura". Acabamos de salir de una espantosa. Olvidando que la retórica y su compañera la dialéctica nacieron en Grecia como fundamento de la democracia, el discurso político se ha hecho mayormente a coz y flato entre apretones de letrina, con la coartada infame de hablar "coloquialmente". Lo único bueno de ese recorrido -tantas manos estrechadas como si fueran manojos de rábanos, tanto beso sin carne, tanto claqué de muñeca sobre hombros desconocidos- es su desenlace, esa noche de escrutinio durante la cual sobreviene un derrame de felicidad en todos los partidos (o casi). El colofón compensa a la ciudadanía del hosco camino, con el civismo de candidatos y secretarios generales zurrados que se reprimen fingiendo un enorme alborozo. Gran lección cívica tras haber azuzado.
Hasta ese final, sin embargo, la selva verbal es áspera. El hablar bondadoso y bronquial de una candidata, por ejemplo, que afirma no ser mediática, aunque la acusan de serlo por hacerse notar tanto en transistores y pantallas. Era de temer: se fue indulgente con semejante adjetivo, la Academia le expidió pasaporte y ya anda por ahí campando dementemente: se puede ser mediático.
El vocablo empezó a viajar por el mundo hispano hacia 1993, diez años después de nacer en Francia, con su significado de origen: "concerniente a los medios o transmitido por ellos". Y su éxito fue vasto y basto: plataforma, revolución, imperio, universo..., todo podía ser mediático; pero no las personas. Había estrellas de las ondas: ¿quién no añora a la vibrante doña Pilar Rahola, que hace pocos años se le aparecía a uno apenas abría el transistor? Y en efecto, un periódico de Barcelona, en 1994, la llamaba figura mediática. Allí mismo un presentador de televisión era denominado líder mediático. Pero ellos no eran directamente mediáticos; nuestra candidata ha dado un paso más cuyo triunfo auguro: también se es mediático por trabajar en los medios: "Vosotros los mediáticos..." ronqueaba afónica la susodicha dirigiéndose a sus entrevistadores. No hay duda de que este nombre gana en prestancia con el sinónimo esdrújulo: mediático o mediática impone más que periodista.
Hay una áspera palabra que, en la actual campaña, ha chocado mucho: desagregación. Felipe González la ha repetido y es, sin duda, un claro galicismo: se le ha reprochado, con probable razón, que no empleara desintegración (disgregación o, más precisa aún y medieval, destrucción). Y es que, en efecto, el ex presidente destila formación gala; una temporada tuvo en vilo a nuestra lengua con su quota parte, la quote-part de nuestros vecinos: lo que corresponde a cada implicado en un reparto de pagos o percepciones. Lo de desagregar (y desagregación) -a la palabra sola aludo- es menos grave porque tiene salvoconducto: está en el diccionario desde 1899 con el significado de "separar, apartar una cosa de otra", que es, justo, eso que se intenta hacer dentro de España. Ocurre, sin embargo, que, siendo ya tan añejo el vocablo, no ha dejado huella escrita que yo alcance antes de 1980; Francisco Fernández Ordóñez, en su libro La España necesaria, habló de desagregación social y de partidos; Fernando Arrabal la usaba en 1982 y, desde por entonces, salpica textos de aquí y de América, incluidos, hace varios años, los del propio líder socialista; pero no llamaba la atención.
Otra consagración electoral: los pares ciudadanos y ciudadanas, compañeros y compañeras, extremeños y extremeñas repicaron en esas semanas con monotonía de cigarra canicular. Un ánimo reivindicativo mueve a muchos y, sobre todo, a muchas a arrebatar al masculino gramatical la posibilidad, común a tantas lenguas, de que, en los seres sexuados, funcione despreocupado del sexo, y designe conjunta o indiferentemente al varón y a la mujer, al macho y a la hembra. ¿Preguntarán a alguien si tiene hijos o preferirán hijo/s o/e hija/s? Pero esto requeriría discusiones -las ha promovido ya- donde es imprudente entrar. Y está bien, incluso muy bien, que se empiece un mitin con invocaciones tan terminantes como las señaladas: confieren dignidad, solemnidad, respeto al auditorio. No sólo mítines: existen otras ocasiones que lo requieren o aconsejan. Pero una observancia continua y cartujana de tales copulaciones causa ralentización del discurso y tedio mecánico: el femenino se espera como un tac tras el tic del masculino, o al revés, y cansa; persona que inspira tanto respeto como es doña Rosa Aguilar parecía hacer caricatura del sistema con su escrupulosa minuciosidad en el apareo. Puede jurarse que Miguel Hernández no excluía a las vareadoras cuando invocaba a los aceituneros altivos de Jaén. ¿Con rigor de arenga o de entrevista debería haber escrito aceituneros altivos y aceituneras altivas, o al revés como exige el orden ortográfico? Es difícil concebir nada más concejil e iliterario. Por último, el hablar de algunos políticos -no irrelevantes- ha confirmado en esas jornadas tribunicias la vieja retórica llamada anáfora como marca personal. Consiste, se sabe bien, en repetir algo al principio de enunciados sucesivos: "No venimos a pediros el voto sólo para conseguir escaños; no venimos a pediros el voto sólo para gobernar; no venimos a pediros el voto para amparar con él nuestros intereses personales. Venimos a pediros el voto para servir a la sociedad, venimos a pediros el voto para hacer más clara y transparente la política española, para limpiarla de podredumbre". Práctica de oratoria pobre, subterfugio para vestir peponas desangeladas.
¿Eficaz? Sin duda. El auditorio, mecido por el valseo, se dispone al voto igual que el toro bien trasteado al estoque. Hay otro recurso igualmente fértil para los susodichos mareantes; es el contrario, la catáfora, con la cual se infla de repeticiones al final de las cláusulas: "Nadie podrá poner en peligro nuestra libertad, ni amenazar nuestra libertad, y aún menos arrebatarnos nuestra libertad". Ahora el vaivén es terminal, corajudo, eyaculante, y algo como una centella recorre las vértebras correligionarias provocando delirio: ¿quién osaría birlarnos la libertad? Son recursos de larga tradición retórica, pero hoy quedan como muy antiguos, y añaden trazos indeseables al encefalograma.
Fernando Lázaro Carreter es miembro de la Real Academia Española.
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