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Reportaje:

Dos años cautivo de los tagalos

Durante veintitantos días de expedición cruzaron ríos plagados de caimanes y cocodrilos a lomos de búfalos o en barcas desvencijadas. Subieron altas montañas y atravesaron la espesura de la selva a paso ligero. No tenían otra opción. Las dos compañías de indígenas apaleaban con sus bergas a los cautivos españoles que se rezagaban. Los prisioneros se deseaban la muerte a diario: estaban enfermos de paludismo y desnutridos porque apenas podían llevarse a la boca las frutas que recogían por el camino y un poco de arroz cocido con agua. Caminaban descalzos y medio desnudos. Por las noches, los mosquitos y las sanguijuelas amargaban los escasos momentos de descanso que tenían. Las penalidades que padecieron los militares españoles que fueron apresados por los indios tagalos durante la campaña de Filipinas en 1898 aparecen detalladas con toda su crudeza en el diario de un cabo valenciano de la Infantería de Marina, José Escribà Bisquert (Alberic, 1875-Llombai, 1971), que sufrió dos años de cautiverio. Su bisnieto, Vicent Climent, ha rescatado el cuaderno ajado y amarillento de las memorias filipinas, escrito con una cuidada caligrafía, de una gaveta de la casa familiar. Decidido a que las aventuras de su antepasado y el resto de combatientes españoles no caigan en el olvido, Climent se ha puesto en contacto con los responsables del Museo de Etnología de la Diputación de Valencia, que piensan publicar el diario. Escribà se incorporó al Ejército a los 20 años, en 1875. Corrían malos tiempos para hacer la mili. Después de 10 meses destinado en guarniciones de El Ferrol y Cádiz, el 14 de septiembre de 1896 fue embarcado con su batallón hacia Filipinas, donde los nativos estaban en pie de guerra contra la ocupación española. Escribà vivió su bautismo de fuego nada más llegar en Novelete. Tras la batalla fue destinado durante el primer semestre de 1897 a las trincheras del frente, en Dalahican. El resto del año discurrió en batallas triunfales contra los indígenas. Pero en 1898 cambiaron las tornas con la entrada en liza de los norteamericanos. Escribà relata que estuvo a punto de partir hacia España con su batallón en febrero, pero una sublevación indígena obligó a los mandos a cambiar los planes. En la isla de Corregidor presenció el 3 de mayo, dos días después del desastre de Cavite, cómo dos acorazados americanos entraban por la bocana del puerto y rendían la plaza con facilidad. A los cuatro días escapó junto a unos compañeros en unas barcas maltrechas. Se unieron a las tropas españolas hasta que, después de sostener "rudos combates" contra los insurrectos en San Francisco de Malabón, sin víveres ni municiones, el jefe del destacamento se rindió el 30 de mayo. Aquel día comenzaron dos años de penoso cautiverio, cuyo recuerdo persiguió al soldado de Alberic hasta que falleció en su tierra natal a los 96 años. Su bisnieto afirma que tal vez decidió darles forma de relato para alejar a los viejos fantasmas. Los encerraron en un pueblo costero, pero como muchos se evadían por la playa los trasladaron a un convento en el interior. Allí les obligaban a empujar carros o a cargar a hombros piedras y arena del río para levantar un pabellón. Con jarabe de bejuco (trancas) para los que se retrasaban. Escribà rememora que muchos murieron de hambre y paludismo. A los cuatro meses los trasladaron "como a una rueca de burros" de pueblo en pueblo. "Salía un alguacil con un gran tambor para que acudieran los vecinos y que cada uno escogiera al que le parecía mejor y se lo llevara a su casa para hacerlo trabajar como esclavo", cuenta. Tuvo suerte y acabó trabajando para un boticario, que le permitía comer junto a su familia y no le encargaba faenas más pesadas que ir al monte a por leña y despachar medicinas. Siete meses y medio después, el presidente filipino dictó bandos para que los prisioneros fueran reunidos y liberados. Los cautivos cantaban coplas eufóricos mientras los llevaban hacia la capital de la provincia, pero allí se dieron de bruces con un desengaño. Un indígena le apuntó en una lista junto a los 200 cautivos más sanos y fuertes, y se los llevaron a la infernal expedición ya relatada. Después de tres semanas de caminata, las pocas palabras del habla tagala que sabía le salvaron la vida. Una noche escuchó los planes que tenían para ellos: matarlos a machetazos antes de que se hicieran cargo de ellos los nortamericanos. Escribà propuso la fuga a sus cuatro compañeros y a medianoche huyeron de la choza. Cuatro días después se echaban en brazos de sus antiguos enemigos americanos y regresaban al mundo civilizado.

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