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Rescate en el lago

Las plácidas y domésticas aguas del lago de la Casa de Campo no albergan en su legamoso fondo galeones hundidos, ni ánforas, ni tesoros. No caben en este maremínimum magnos naufragios ni homéricas odiseas, pero en su lecho yacen, embozados en el lodo, misteriosos objetos, pecios insólitos que cada año rescatan los bomberos que drenan sus discretas profundidades para que en ellas pueda celebrarse una prueba de natación.

La pesca de este año ha sido abundante y heteróclita. Según la lista publicada en estas páginas, consistió en varias sillas, una motocicleta, un vídeo, una máquina de escribir, un muñeco lleno de agujeros y una urna con cenizas.

Las sillas probablemente formaban parte del mobiliario de los quioscos circundantes hasta que llegaron los vándalos, o los suevos, o los alanos, porque no sé por qué siempre les tiene que tocar la china a los mismos cuando todos debían de ser igual de bárbaros.

La moto, el vídeo y la máquina de escribir tal vez fueran desechados como obsoletos por sus inciviles propietarios, pero el muñeco agujereado y la urna funeraria merecen entrar en la nómina de los enigmas lacustres.

La escueta noticia no especificaba las características del muñeco, ni la índole y ubicación de sus incisiones, por lo que cualquier hipótesis resulta aventurada. Quizá fue un caso más de malos tratos en el seno del hogar, la sádica venganza de una niña despechada porque ella quería otra muñeca por su cumpleaños.

Aunque, con el auge que están tomando en el fin del milenio las supersticiones milenarias y las supercherías ancestrales, también podría ser el resultado del experimento final de un curso de vudú por correspondencia o por fascículos.

Ya sabe..., por una módica cantidad le enviamos contra reembolso el muñeco, las agujas y el manual de instrucciones. Para convertir en zombi al marido, o a la cuñada, hay que sacarse el master que sale más caro, pero viene con un diploma firmado por el mismísimo barón de Samedi.

Hay mucho zombi y mucho zumbado suelto, pero la demencia no parece tener mucho que ver con el caso de la urna anónima. ¿La última voluntad de un marinero desterrado o de un asiduo remero del lago? Es posible, pero el protocolo habitual en estos casos consiste en esparcir al viento las cenizas del finado procurando hacerlo a favor del viento para no llevárselas a casa impregnadas en la ropa y el pelo. ¿Un acto de póstuma venganza por parte de un pariente desheredado? En ese caso, para qué molestarse en ir tan lejos: arrojarlas en una papelera hubiera sido un gesto más ofensivo y cómodo.

Claro que también puede tratarse de un acto de refinada crueldad si el difunto era una persona que odiaba el medio acuático, sentía pánico por las profundidades o tenía miedo de morir ahogado.

No recuerdo casos de ahogados en el lago de la Casa de Campo, pero sí de naufragios. Yo mismo, hace un montón de años, naufragué en él; salí bien del apuro porque no era mi primera experiencia: el verano anterior ya había probado el infecto sabor de las aguas del estanque del Retiro.

No era una manía mía como pensaban en casa, sino la consecuencia de los arriesgados balanceos, cabriolas y equilibrios que nuestra animosa tripulación solía ejecutar, de vez en cuando, casi siempre para llamar la atención de las remeras de otras embarcaciones que desdeñaban con altanería nuestros intentos de abordaje, adolescentes insensibles y perversas que, en una clara violación del más elemental código marítimo, nunca vinieron a rescatarnos, ni siquiera nos echaron una mano, ni un remo, ni una mirada piadosa cuando zozobró nuestro bote.

Marinero de agua dulce y corsario desafortunado, soñé el mar en estas aguas territoriales, aunque la máxima aspiración de mi precoz vocación marinera era llegar a capitán de la lancha motora que costeaba el lago con mucha parsimonia, petardeando trabajosamente como si le costara remontar traicioneras corrientes y marejadas invisibles.

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