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Tribuna
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Bate el récord

El otro día, al cruzar ante la puerta del Parque del Retiro de Madrid, leí una pancarta en la que se convocaba a los madrileños a acudir con una fotografía original para, reunidos el día de la cita, alinear las fotos a lo largo de toda la verja que rodea al parque; la intención era conseguir la exposición fotográfica más larga de la historia y entrar en el Libro Guinness de los récords. Supongo que lo habrán conseguido. La convocatoria tiene varias interpretaciones. La primera nos remite a Baudelaire, quien definió la ciudad moderna como "el desierto del hombre". La verdad es que el anonimato con que se vive en las ciudades, en contraposición a la vida rural, explica que se propongan acontecimientos maratonianos y masivos, como si se intentara mostrar de cuando en cuando que la ciudad no es, para el individuo, un lugar donde trata a su familia, a los compañeros de trabajo y a los amigos y el resto es un mundo hostil o extraño, sino que muchos miles como él piensan y sienten como él y ahí se van a encontrar para comprobarlo. No creo que esto varíe mucho la situación ni la ciudad, pero emocionalmente debe tener su eficacia.

La segunda nos lleva al mundo de la publicidad. Estas cosas no se hacen por las buenas sino que hay que contar con el mundo mediático para convocarlo, desde el modesto radio-makuto hasta la poderosa televisión. Por supuesto, alguien ha de correr con los gastos de infraestructura. Aquí aparece la publicidad, a cambio, claro está, de pregonar los productos de los patrocinadores.

La tercera viene de la convocatoria misma, tal como se enunciaba por la radio -y supongo que en otros medios-: "Ven a entrar en el Libro Guinness de los récords", decía más o menos. Y no pude evitar acordarme otra vez más de la celebérrima afirmación de Andy Warhol de que, en el futuro, todo el mundo tendría su derecho a un cuarto de hora de gloria.

-Hombre, Manolo, ¿adónde vas?

-Pues aquí, al Retiro, a batir un récord.

-No fastidies, ¿qué récord? ¿uno español?

-No, hombre, mundial, o sea, universal. Éste es para el Guinness, tío.

-¿Para el Guinness? Ah, pues me voy contigo. ¿Qué hacemos hoy? Pues batir un récord. Total, te lo ponen bien fácil y sales en el Guinness. Un récord mundial al alcance de todos los españoles. ¿Quién se resiste? Aparte, está el orgullo de conseguir proezas más glamourosas que cocinar la paella o el bocadillo de chorizo más grande del mundo.

En fin, está bien eso de desahogarse de la vida encerrada, competitiva y mercantil que todos llevamos; está bien ver gente reunida con un mismo motivo y comprender que no estamos tan aislados; pero estaría mucho mejor que hiciéramos algo por evitar que todo concluya en este circuito de la facilonería que consiste en ofrecer cualquier aliciente en su grado mínimo de esfuerzo vital y mental para que el público se anime y poder ofrecer resultados, récords. Porque detrás de esta fiesta ciudadana hay una blandenguería que se extiende como el aceite. Los récords culminan un proceso de ejercicio de las virtudes del cuerpo y del espíritu; por ahí son ejemplares. Esto, en cambio, valga lo que valga, tiene un aire de autoengañifa ciudadana que da grima. Por todas partes asoma un ejercicio constante de degradación de elementos tradicionalmente valiosos para ponerlos al alcance de cualquiera. Al alcance quedarán, pero siempre a costa de su valor; y ése es el principio de la insignificancia.

En cambio, si nos olvidamos del récord como ejemplo de la neurosis mercantil de la sociedad y acudimos a la exposición sin más, a mirar, a ver qué pasa, veremos algo que nos devuelve a Baudelaire. Ciudadanos anónimos observando rostros y paisajes anónimos fijados a la verja por otros ciudadanos anónimos. Es una manera de observarse y, en cierto modo, de reconocerse que no deja de tener una belleza simbólica, que no deja de ser un intercambio casual, lúdico y, a fin de cuentas, sugerente. Pura cultura ciudadana, también; puro intercambio de miradas con una fotografía mediando en ese acto de reconocimiento anónimo.

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