La cola
E. CERDÁN TATO Ni aun los servicios de inteligencia más acreditados habían descubierto las claves de ese ritual de respetarse el turno, que se advirtió en las tribus del Este. Tras la alarmante dislocación social que sacudió tan enormes dominios, la burguesía textil de Manchester, la nobleza con sus genitales a remojo en los balnearios de Baden-Baden, aún confiada en la resurrección de las perlas, los tratantes de vacuno desollado en Chicago, el dandismo de Saint-Tropez y los financieros de Wall Street, sufrieron pesadillas tan espantosas, que los gobiernos copropietarios del planeta, mandaron a sus más audaces espías a indagar las perversiones de aquellos indocumentados. Durante años, las tribus del Este sufrieron rigurosas pesquisas. Se supo que habían saqueado palacios, museos, teatros, y que ya se bañaban, con toda impudicia, en las playas de Yalta; incluso obtuvieron datos de sus progresos científicos. Pero lo que más les irritó, fue la sospechosa costumbre de hacer cola: cola para adquirir un libro; cola para la ración de patatas; cola para el periódico; cola para un concierto. Todo respondía, sin duda, a un código que los criptógrafos de los imperios no pudieron descifrar, en mucho tiempo. Tan solo cuando cumplía el siglo, lo descubrieron con estupefacción. Fue después de una guerra donde se perpetraron matanzas, bombardeos indiscriminados y otras muchas atrocidades. Luego, los vencedores decidieron repartirse la región entre sus respectivos ejércitos, sin contar con las incómodas tribus del Este. Y sucedió que, cuando el general en jefe, con sus banderas desplegadas, llegó donde se había de instalar su puesto de mando, se encontró con un tanquista de aquellas tribus, que le dio el alto y le preguntó: "Pero, maestro, ¿dónde va, usted?". El general enrojeció y, conteniendo su ira, exclamó: "Ahí". Entonces, el tanquista sonrió mansamente y le dijo: "Vamos, buen hombre, vamos, y póngase a la cola, que ya le tocará el turno". Aquel día, el general comprendió por qué nunca se gana ninguna guerra, sino sólo sus efectos, alguna medalla y un inventario de órganos tan podridos como sus propios despojos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.