Ausencia flagrante
La publicación en 1948 de La secreta guerra de los sexos, de la condesa de Campo Alange, en las ediciones de la Revista de Occidente, que yo dirigía entonces, en unas horas cerriles de la política cultural de la posguerra, fue un acto de valor por parte de la autora al hacer menos secreta esa guerra que, según Spengler, "existe desde que hay sexos: guerra silenciosa, amarga, sin cuartel ni merced". Pero de entonces acá, aquella mujer sencilla, ignorante y sumisa, adaptada a un cierto concepto de la feminidad que los varones habían acuñado para su comodidad, ha desaparecido del mapa social y en su lugar ha surgido una mujer más enérgica, decidida, nada ignorante, más rebelde y preparada. ¿Sigue existiendo esa guerra entre lo masculino y lo femenino? Yo diría que el hombre sigue sintiendo esa tensión, pero ha renunciado a la lucha porque se encuentra históricamente cansado y percibe la necesidad de que en muchos lados de su vida y de su trabajo, incluso los más especializados y difíciles, venga la mujer a tomar en parte el relevo y recuperar las ilusiones perdidas. Recientemente, la ilustre profesora de L"École Polytecnique francesa Elisabeth Badinter, entrevistada por este periódico, se oponía a introducir en la Constitución del vecino país -como a la postre se ha hecho- la paridad entre ambos sexos, porque representaba una regresión. "La paridad", manifestaba, "considera que la humanidad está dividida en dos partes, los hombres de un lado y las mujeres de otro, lo que va en contra de la noción republicana de ciudadanía".
Las mujeres -al menos las de Occidente- están ya, en efecto, al mismo nivel intelectual que los varones, sea en gestión, en investigación, en literatura o en política, y eso exige olvidarse de los porcentajes a la hora de establecer las listas electorales o de elegir los ejecutivos de las grandes o pequeñas empresas, y decidir exclusivamente por la calidad y la valía de la persona, sea hombre o mujer.
Como pensaba Simmel, "la mujer es mientras el hombre va siendo... por eso dijérase con justicia que ella es propiamente el ser humano". Pero la hija de Eva no ha podido nunca ser ella misma, porque su ser ha sido deformado por milenios de predominio varonil, salvo el enigma del matriarcado que parece estar en el origen de las sociedades humanas. Mas hoy, adaptada a la nueva vida, la mujer representa para el porvenir una fuerza nueva y desconocida que ha empezado a entrar en juego por vez primera en la historia. Y esto -felizmente- sin que desaparezcan las diferencias biológicas, sentimentales y de modos de ser entre lo masculino y lo femenino, sin lo cual el mundo sería ciertamente muy aburrido.
Un ejemplo casi escandaloso de estas ausencias femeninas es el censo de miembros de la Real Academia de la Lengua, en el que actualmente hay una sola mujer: Ana María Matute, ciertamente una de las escritoras literarias españolas más calificadas y originales... pero una única mujer en aquel mundo de hombres. Y aunque, como hemos dicho, no hay que preocuparse de los porcentajes, esa soledad femenina en la docta corporación no tiene razón de ser existiendo mujeres de gran valía dignas de ocupar los próximos sillones que queden vacíos.
Pensaba yo en esto leyendo el reciente libro, concebido y dirigido por Raymond Carr, Visiones de fin de siglo, sobre cómo vieron en España su siglo los habitantes de sus postrimerías. Todos los autores convocados son eminentes historiadores, pero la colaboración que me pareció más perfecta fue la de Carmen Iglesias sobre El fin del siglo XVIII: la entrada en la contemporaneidad. No es casualidad que se asignara este momento histórico a la ilustre catedrática de Historia de las Ideas Políticas y Sociales de la Universidad Complutense, cátedra que ha sabido mantener al alto nivel que la ejerció su antecesor y maestro Luis Díez del Corral. Porque Carmen Iglesias se ha especializado en esos periodos de transición social en que el historiador ve, a la vez, el mundo que se va y el mundo que viene. Y en ese final de sigloXVIII está naciendo, dentro de la misma sociedad aristocrática, el nuevo pensamiento que llevaría al liberalismo. Por eso esta autora se ha interesado por Montesquieu, a cuyo pensamiento dedicó un libro galardonado con el Premio Montesquieu 1985, concedido por la Academia Montesquieu francesa. "En la obra de Montesquieu perteneciente a la nobleza de toga", dijo Díez del Corral, contestando al discurso de ingreso de Carmen Iglesias en la Real Academia de la Historia, "se puede apreciar en toda su magnitud esa transición entre los valores aristocráticos y los valores burgueses, a través de un espacio para la realización personal que pasa necesariamente por la libertad política".
Carmen Iglesias ha publicado numerosos libros, estudios e intervenciones en foros diversos. Es actualmente directora del Centro de Estudios Políticos y Sociales y consejera nata del Consejo de Estado. Pero quizá su mayor responsabilidad radique en haber sido -después de tutora de la infanta Cristina- profesora de historia del Príncipe de Asturias, completando sus estudios universitarios. ¿Cómo no va a resultar importante la visión de la historia de España que le haya dado al que será nuestro Rey continuando esa historia? "Sin hacer a la historia nuestra maestra de la vida", dijo Carmen Iglesias en un discurso académico, "y sin la comprensión y reformulación de sus orígenes, poco podemos entender de nuestra contemporaneidad". Si yo siguiera siendo editor, ese posible libro me tentaría. El historiador -se ha dicho- es el profeta del pasado: pensemos, con Kierkegaard, que la vida sólo puede ser entendida mirando hacia atrás, aunque debe ser vivida mirando hacia delante, es decir, a algo que no existe.
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